Win Wenders me mostró al ángel de Berlín en un hotel de 2 estrellas
Memorias de nuestros viajes, episodio 16. La autora se da cuenta, en la cena de un frío 1 de enero, que una sopa caliente con albóndigas evita mirar al pasado o al presente para no perderse en el futuro. Tomó hasta postre, una receta casera del mejor ‘apfelstrudel’ alemán oriental de toda su vida
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… Hay ciudades en las que nuestro corazón se llena de certezas, pues se alimenta, una a una, de las imágenes que nuestra mirada atesora.
Y esas certezas no son otras que aquellas que laten en tus recuerdos, esto es, las verdaderas emociones de tu memoria. Aún cuando sea tu alma la encargada de hilvanar, retazo a retazo, cada momento.
Me pasó desde la primera vez que pisé sus calles, pese a que el frío pretendía adormecer todas mis sensaciones… Al menos eso me pareció. Y es que ese encuentro tuvo lugar en Fin de Año.
Pocas cosas pueden llegar a ser tan divertidas, a la vez que caóticas, como conocer una ciudad justo para la Nochevieja. Con ello quiero decir, exactamente, llegar y preguntar dónde se congrega la gente para partir el año (El hallazgo de la ciudad ya vendrá después).
Y es que si hay una manera de descubrir la verdadera idiosincracia de una ciudad, y la vida de los otros, es unirse a la fiesta callejera de recibir al Nuevo Año.
Pero vayamos al principio, al por qué llegué allí aquel año tocando a su fin, con la intención de ‘estrenar’ uno nuevecito exactamente allí, con todos sus días aún por delante.
El tiempo que me evocaba aquel cielo sobre Berlín, que Win Wenders mostraba en el cine ‘tan lejos, tan cerca’, me empujó a ello. Quizá fueron las alas del deseo, quizá las de ángel Cassiel que guía toda la película.

Berlín con la Unter den Linden y la columna de la Victoria, con el Ángel que sirve narración a Win Wenders.
Y lo hizo tal y como se respira en la capital cultural alemana, con ese aroma de siempre que exhala cuanto es antiguo y valioso, pero que es capaz de renovarse a cada paso.
Una ciudad donde lo moderno se exhibe exento de pudor pero sin renunciar a lo viejo, aprovechando para insuflar nuevo aliento por cada grieta de un destino ya vivido… Ya sufrido.
Quizá sienta el espíritu que dejarse caer desde lo más alto del ‘Ángel de la Victoria’ (dorado monumento que domina el cielo de la ciudad de Berlín), tal y como hacía el actor Otto Sander en el papel del ángel Cassiel, sea la manera de entender.
Y así comprender que no hay nada que entender, sino vivir.
Porque, como decía el revolucionario ruso Bakunin, “la uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida”. Y si algo respira Berlín es la diferencia.

Berlín, con el Ángel de la Victoria que soporta a Bruno Ganz, uno de los elegidos de Wenders. (Foto ‘El cielo sobre Berlín’).
Berlín vibra por cada poro de su asfalto, donde las manifestaciones culturales se multiplican las 24 horas del día a cada esquina. La creatividad no descansa y el berlinés, menos. Y todo aquél que es acogido por él y su hospitalario sentido del humor, tampoco.
Es una ciudad trepidante que se ofrece cautivadora y llena de sorpresas… Confirmando así, una vez más, que la urbe alemana es, sin duda, la capital cultural de la Unión Europea.
En definitiva, un insaciable corazón que bombea futuro en tiempo presente…
Pero Berlín, la moderna ciudad alemana paradigma del final de una época e inicio de otra en la Vieja Europa, seguía escondiendo cosas a descubrir por una mirada indiscreta, como debe ser la de todo viajero.
¡Y ello era lógico, porque después de todo, era el escenario de la ‘Cortina rasgada’ de Alfred Hitchcock, ¿no?!

Check Point Charlie, el área de intercambio de espías, uno de los lugares más visitados de la capital berlinesa.
Nuestro primer acierto fue escoger un hotel en el Berlín Este (aún se notan las diferencias), muy próximo al ‘Checkpoint Charlie’, el punto fronterizo más famoso del Muro de Berlín desde el final de la II Guerra Mundial y hasta su caída en 1989.
Se encontraba en la ‘Friedrichstraße’, igual que nuestro hotel, y era el paso que abría el tránsito entre las zonas de control aliada y soviética… Un auténtico pasaje para el intercambio de espías durante la ‘guerra fría’.
Pero también un canal por el que intentar cruzar en aquellos días, bien fingiendo ser quien no eras, bien escondido en los bajos o maletero de un coche ‘trabant’, que tuviera permiso para pasar al otro lado.
No en vano allí se levanta un museo de los más emotivos que he visitado en mi vida… El del ingenio humano ante la desesperación, el de la confianza en un mañana distinto cuando aún no se ha perdido la esperanza.
Un edificio que reúne todo cuanto fueron capaces de imaginar los alemanes del Este para intentar escapar al otro lado del ‘Telón de Acero’, a Occidente.
Naturalmente, muchos no lo consiguieron y perdieron la vida en el intento.
Pero estas paredes son testimonio vivo de tanto esfuerzo ante la desesperanza, de todos y cada uno de los inventos que fueron artesanalmente ideados por ciudadanos de a pie para cambiar sus vidas. Al otro lado.
Nadie sale indiferente del Museo del Checkpoint Charlie. Por otro lado, nadie abandona indiferente Berlín.
Sin embargo, volvamos a mi mirada indiscreta de lo que se escondía en la mítica calle de ‘Friedrichstraße’, donde se hallaba el ‘paso de espías’, donde se ubicaba nuestro secreto hotel…
Y sí, también donde Paul Newman y Julie Andrews buscaban la famosa ‘estafeta de correos’, para poder regresar desde el otro lado del ‘telón de acero’.
Resultaba emocionante caminar por lo que sabías que había sido el Berlín Oriental. Y en la mirada de Gerd, nuestro recepcionista de mediana edad se adivinaba que había vivido esa transición. Quizá incluso algún tránsito concreto, algún reencuentro.

Berlin es una eclosión de colores y alegría por vivir, prueba de una ciudad que vibra por cada poro de su asfalto.
Gerd, el recepcionista, también era el encargado del desayuno, el camarero de los cafés y el ‘maître’ a la hora de la cena. La verdad es que allí parecía no haber nadie más. Sólo Gerd.
Era extremadamente atento pero sombrío. Triste, en realidad. Se le notaba que había vivencias de más en su equipaje de viaje, casi como si cargara con el peso del mundo a su espalda. Pero sin perder la sonrisa al servirte el café.
La noche del primer día del Año Nuevo, imaginamos el por qué. Gerd había cambiado su uniformada corbata por una brillante pajarita estampada y no estaba solo.
Claramente no esperaba ya a nadie más cuando nosotros aparecimos con la intención de cenar, puesto que todo estaba cerrado al ser festivo. También Gerd había decidido cenar en el pequeño salón de comidas del hotel…
El aroma a sopa de albóndigas (Fleischknödel-Suppe), bien calentita, flotaba en todo el hall del hotel, servida con sopera sobre una mesa primorosamente dispuesta con mantel, y una velita roja encendida en el centro.
La señora de edad avanzada, con los mismos pómulos y mentón que Gerd, se sobresaltó y soltó la cuchara en el plato, al tiempo que bajaba la mirada… De un azul apagado, ya cansado.

Estación de Friedrichstrasse, enclave central de Berlín Este, en la famosa estación de ‘Cortina rasgada’ de Hitchcock.
Sin embargo, su expresión era de alegría, aunque fuera interrumpida por nosotros. Su vestido era de otro tiempo pero elegante, de un color burdeos ya desgastado con topitos, y una rebeca tejida a mano pero con finos botones de perlitas.
Le dimos las buenas noches y le deseamos buen provecho en nuestro parco alemán de subsistencia turística (hambrienta y con frío), lo que le hizo recuperar el semblante y la cuchara…
Gerd dio un respingo para atendernos, dejando su cena a medias, y comprendió que estábamos en el típico apuro del trastoque horario del viajero: el estómago vacío y los pies cansados.
Sólo Gerd podría darnos de cenar a aquellas horas un 1º de enero. Su madre nos devolvió la sonrisa y tendió su mano hacia la sopera. Sus manos estaban hinchadas y algo enrojecidas, con algunas migas entre los dedos (de picar el pan en la sopa).
Me conmovió y volví a sonreírle tocándome el pecho con la palma de mi mano. Al instante, Gerd ya había preparado otra mesa y entendido el gesto de su madre. (La cocina al fondo estaba ya a oscuras).
De pronto, recordé los textos de Peter Handke, guionista de “El cielo sobre Berlín”, esa película cumbre de Win Wenders que habla del amor por la humanidad y del sacrificio del bien más preciado en un ángel… La inmortalidad.
En el film alemán, Damiel se interroga sobre cómo se sentiría si pudiera ‘sentir’. Wender invitaba al espectador a preguntarse cómo sería una vida en la que observáramos cuanto sucede pero sin participar en ella.
Sin impaciencia, porque el ‘Ser’ es más importante que el ‘Hacer’, lo cual convierte en impredecible la escena siguiente. Algo que parecía saber la madre de Gerd, quien también parecía haber olvidado que olvidó. (Al menos, aquella noche).
Y es que cualquiera que sólo mire al pasado o al presente, se perderá el futuro. Y la madre de Gerd parecía saberlo. Acabamos tomando también postre… Su receta casera del mejor ‘apfelstrudel’ alemán de toda mi vida. Alemán Oriental, claro.
(Para seguir leyendo)
Relato 1. La tarde que busqué los caballos de la puszta húngara.
Relato 2. ‘Candomblé auténtico’ o cómo camelar a 50 turistas en Salvador de Bahía.
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Relato 5. ‘Fumata Blanca’ y Roma entera corrió hacia mí.
Relato 6. Nikko y los 3 monos del puente rojo.
Relato 7. París guarda mi secreto en Hotel Du Nord de Laurent y Farid.
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Relato 9. Modelos de Botero en un ‘Hammam’ turco.
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Relato 11. Laponia me regaló el ‘Sol de Medianoche’.
Relato 12. Giza me sostuvo en la eternidad unos segundos y Aicha me trajo de vuelta.
Relato 13. Petra y mucho más allá del desfiladero.
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Relato 15. Pekín, la ciudad de recuerdos color marrón.
Relato 17. Essaouira el tango de las gaviotas.