Sopot la orilla polaca que permite salirse del borde
Con el deseo de viajar, relato 8. La autora, durante unos segundos, mete las manos en las frías aguas del Báltico y corre a refugiarse en el Gran Hotel que da a la playa en la que se originó la Segunda Guerra Mundial. Nada volvió a ser igual
#GanasDeVolver a seguir la línea de la costa sin que un trazado perimetral te recuerde que no puedes cambiar de país… Por ahora. Ganas de volver a sentir que las fronteras están sólo para cruzarlas y que la orilla cambia en cada marea, como una invitación.
Elijo quedarme aún por ese norte tempestuoso. El humo de la pipa de madera de Manfred se mezcló con el viento y acabamos en el mar Báltico, al norte de Polonia. En la ciudad costera de Sopot.
Allí donde parece que todas las leyendas más terribles de naufragios cobran sentido, pues el mar pelea, literalmente, por salirse de sus márgenes, del mapa y por supuesto, de la orilla que te guarda.
Amenazador, como no he vuelto a ver otro desde entonces, el mar que te hace frente en la solitaria playa de Sopot es un animal vivo, una criatura furiosa que te advierte antes de pensarlo siquiera.
(Claro que yo soy incapaz de no mojarme, aunque sea los pies, en cuanto encaro una ola. Así que, ya veremos…).
Era septiembre y, sin embargo, aquellas aguas lucían casi negras a mis ojos, más aún que aquel cielo que parecía anticipar un diluvio y casi el fin del mundo. Tal era el mal tiempo y el viento que arreciaba. Nada quedaba ya del humo de la pipa de Manfred.
(Y resulta curioso por su nombre, ya que Sopot es una palabra eslava que, traducida al español, significa ‘primavera’ o ‘fuente’… No sé en qué mes será esto).
A pesar de ello, me descalcé como algo inevitable. El majestuoso balneario-casino de Sopot, a mi espalda, contrastaba con su blanco impoluto de la piedra combinado con rosa salmón, de otros tiempos de gloria y estíos de rancias casas reales.
(Cuentan que por los grifos de sus cuartos de baños salía agua de mar).
Reconvertido en hotel de lujo, el emblemático Grand Hotel de Sopot completaba así la foto en blanco y negro en contraste con el fiero y oscuro sur del Mar Báltico. De repente, estábamos en la Polonia de otros tiempos, de cuando aún no la llamaban por su nombre, sino donde los Habsburgos quizá tomaban las aguas.
En realidad, desde la propia playa tienes también la mejor vista de conjunto de una de las principales atracciones de esta popular ciudad balneario del norte de Europa… su largo muelle de madera o el ‘Molo’.

Sopot con luz romántica de otoño, con el muelle más largo de Europa, con más de medio kilómetro. (Foto Turismo de Polonia).
Construido en 1927, es el mayor de Europa en longitud con 511, 5 metros. Y contemplarlo desde la orilla, en toda su extensión, te hace pensar en huir. Sí, huir de lo que sea por esta autopista sobre las aguas. Te evoca tiempos de batallas pasadas y otros desafíos aún por venir.
(No en vano, en la madrugada del 1 de septiembre del 39, el acorazado alemán ‘Schleswig-Holstein’ atacó el puesto militar polaco apostado en la desembocadura del río Vístula y lanzó un torpedo en esta playa de Sopot. Fue el comienzo de la Segunda guerra Mundial).
Indudablemente, su misterio se acrecienta cuando lo recorres hasta el final. El ligero crujido de las maderas en cada pisada, deja paso a una cierta sensación de desahogo a medida que avanzas mar adentro, hasta que éste torna casi en tentación al dar el último paso y llegar al borde. El borde de tantas cosas… Y suspiras tan profundo como sus aguas.

Sopot con la vista aérea del Gran Hotel, el muelle y el mar azul y bravo del Báltico. (Foto Turismo de Polonia).
Pero volvamos a cuando me descalcé y teníamos los pies enterrados en aquella arena fría… ¡De verdad, ¿puede la arena llegar a estar tan fría?! En Sopot, sí. Tanto es así que opté por volver a ponerme las playeras y caminar a rente de la orilla para, al menos, inclinarme y mojarme las manos.
No, no las perdí. No se me cayeron los dedos uno a uno. Pero bien pudo haber pasado porque… ¡Estaba helada! Era una ciudad balneario, pero debía ser para la reactivación instantánea por encima de cualquier cosa, si no, es que guardaba otras bondades termales que a mí se me escaparon.
La verdad es que nuestra sensación era la de estar por debajo del nivel del mar, tal era la altura de las olas que rompían en la orilla. Pero no podías dejar de mirarlas, acaso ellas también nos mirasen a nosotros.
Su rugido empezaba a hacer mella en mis oídos y alzábamos la voz para hablarnos, como si estuviésemos haciéndonos promesas al viento. Pero la verdad es que no había otro modo de hacerse entender.
No es de extrañar que no hubiese nadie más paseando por la orilla. Tan sólo algunos curiosos nos observaban desde sus balcones privados, en las habitaciones del mayestático hotel principal de Sopot, que ya había empezado a encender sus luces y lucía aún más imponente. Una verdadera postal de otro tiempo.
La luz cae rápido una vez que empieza a atardecer al final del verano en estas latitudes, así que no dejaba de pensar lo maravillosa que debía ser la luz de la aurora desde esos balcones si pasabas la noche en Sopot.

Sopot, con el Gran Hotel, desde el mar, símbolo de una ciudad que ha renacido como destino turístico europeo. (Foto Turismo de Polonia).
Perdida como estaba en las figuraciones fotográficas de mi pensamiento, no me di cuenta de que, por fin, nos cruzábamos con alguien en aquella desierta playa. Solitario como la misma playa, pareció salir de las aguas propiamente.
Jarek no llegaba a los treinta y había estado de ‘erasmus’ en Sevilla, así que cuando pasó junto a nosotros y nos escuchó hablar, exclamó un “¡mi’arma, qué lejos que estáis!”.
Entramos en ‘shock’, directamente. Y rompimos a reír los tres. Era ‘runner’ y corría cada tarde por la orilla del mar. Yo creo que además el hacerlo le permitía viajar sin moverse de Sopot, y evocar así sus fiestas en Sevilla.
Jarek se llevó tal alegría de poder hablar en español de nuevo, que al momento se presentó y entablamos conversación. Sevilla, el sol, las tapas, las cañas, besos ‘a puñaos’ y hasta las tortillitas de camarones. La cara de aquel muchacho se iluminó más que los balcones del hotel.
Poco importó que nosotros no fuéramos andaluces. Sus recuerdos vinieron en tromba como una bocanada más de mar. Aquel hombre viajaba de nuevo sólo con contárnoslo todo. Aquellos seis meses en Sevilla habían sido casi una vida.
El fresco empezaba a tornar en frío y había que calentarse con algo, así que emprendimos el paseo por la calle ‘Monte Cassino’, esto es, la arteria principal de Sopot, junto a Jarek (cuyo nombre, por cierto, significa ‘nacido en enero’. No es de extrañar pues que eligiera el borde de esta costa del golfo del Báltico para correr por la tarde, como si tal cosa):
Monte Cassino es una calle viva, llena de ambiente y bullicio. Está repleta de restaurantes, pubs y, sobre todo, gente. Todo el mundo pasea por ella, de modo que hicimos lo propio. Pero antes de merendar algo, caminamos hasta el número 53, donde se encuentra la famosa ‘Casa torcida de Sopot’ o la casa borracha, como se la conoce popularmente.
Cumplido el objetivo (y no sin preguntarnos qué habían bebido los arquitectos Szotyński y Zaleski antes de dibujar los planos), nos dejamos guiar por Jarek para el importantísimo asunto de una cálida merienda que nos devolviera el color a las mejillas (o al menos, a mis manos, que seguían sin recuperar su temperatura).
Más de medio kilómetro de avenida peatonal prometía, desde luego. A primera vista, yo me decantaba por cualquiera de los elegantes cafés decimonónicos que aún mantienen ese ambiente de entre guerras, tan peculiar…
Finalmente, entramos en el ‘E. Wedel Pijalnia Czekolady’… ¡Madre mía, el mejor chocolate caliente de toda mi vida! Sólo cabía preguntarse si era real y, seguidamente, rogar para que alguien (San Nicolás o no sé quién), tumbara el reloj de arena y parase el tiempo.
Las tartas y pasteles eran tan bonitos que no sabías si pedir una porción para comértela o sólo sacar una foto. Una gran tentación que, según parece, comenzó cuando Karol Ernest Wedel, un joven pastelero de Berlín, llegó a Varsovia en 1851 y abrió una pequeña tienda en la calle Miodowa, donde ofrecía chocolate y caramelo.
El resto, es puro placer que se prolonga hasta hoy. Y lo imposible era elegir. Nos decantamos por la tarta de queso con chocolate blanco y cerezas al vino (servidas calientes), y la de manzana con crumble y helado de vainilla (también servida caliente).
Jarek sonreía viendo mi deleite con el chocolate, tan intenso para mí como las tortillitas de camarones de Sevilla para él. Después de todo, ahí está el secreto de la intensidad en esta vida… Cuando te sales del borde.
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