Sáhara, ‘nosotros tenemos relojes, pero ellos poseen el tiempo’
Con el deseo de viajar, relato 14. La autora entabla un diálogo con Paco, uno de esos canarios que, en entre tanta ida y venida del Archipiélago al Aaiún, olvidó adónde se fue la vuelta. Para qué… Había hallado la felicidad tan lejos, tan cerca
#GanasDeVolver a ser gente y volver a sentir el veneno de la piel en su roce, a voluntad y destiempo. Ganas de revivir los recuerdos para volver a vivir con la memoria, como en los relatos de Nakoruru.
Los sonidos del viento y el rosado atardecer de la bahía de Otaru me habían llevado muy lejos, lejos de Japón, claro. De modo que a la vuelta, yo no oía el traqueteo del vaivén del tren de cercanías.
Mi mente había quedado enredada en el tintineo de las campanillas de cristal de las puertas de Otaru, con mensajes escritos en las tiras de papel de sus badajos.
Ese peculiar sonido del cristal me condujo hasta aquel otro té, el del desierto. Los colores y la extraña calidez de la tarde hicieron el resto…
De repente, mi mente estaba a miles de kilómetros de allí, a las afueras del Aaiún en el Sáhara, recodando el té caliente con hierbabuena (yerbahuerto para los canarios), servido en vasitos de cristal todos dispares y chocando entre sí sobre un plato de otro tiempo.
Otro tiempo, pues no hay límite temporal alguno para los pastores que respiran las arenas del Sáhara. Es una variable que no importa allí. Luego, no es, no existe.
Y en verdad, llegas a creerlo así cuando vas justo al ocaso y pasas una noche al raso en el Sáhara, tocando las estrellas con sólo extender los brazos hacia el cielo.
¡¿De verdad puede la noche ser más clara en otro lugar que no sea el desierto?!

El río Saquia El Hamra, en medio del Aaiún, tras época de lluvia. (Foto bajo licencia de Creative Commons).
Lo dudo. La luz rosada estaba sola, sin más en el horizonte. Ambos compartían el mismo roce, el mismo abrazo en un solo instante. Entonces, tornó naranja. Y ninguno pronunció palabra. Sobraba todo.
Paco era uno de esos canarios que, en entre tanta ida y venida del Archipiélago al Aaiún, olvidó adónde se fue la vuelta. Para qué… Se preguntaba. Bueno, en realidad, ya no. Había hallado la felicidad tan lejos, tan cerca.
Se había convertido en camellero y había aprendido los sonidos del desierto y también sus dichos. “Nosotros tenemos relojes pero ellos poseen el tiempo”… Nos dijo con una amplia y franca sonrisa, como quien se sabe conocedor del mayor secreto de la vida.
(Mientras, miraba con cierta envidia al saharaui que ordeñaba una camella para darnos a probar su leche aún tibia).
Esa parte perspicaz de mí (ésa que casi todos tenemos, fruto de la desconfianza adquirida desde nuestros parámetros sociales), se interrogó si Paco no habría leído aquella frase como ‘slogan’ de alguna campaña publicitaria de relojes.
Pero embelesada como estaba por mis propios sentidos, dejé a las sensaciones jugar su papel en toda su intensidad. Y casi que yo misma las empujé para que hicieran callar a esa otra vocecita respondona y ‘quisquillosa’.
Me bastó sentir la calidez y suavidad de la leche de camella, ligeramente salada, en mi paladar para, definitivamente, desechar cualquier duda. Sí, ellos tenían el tiempo y aquel era el proverbio más maravilloso y acertado que yo había escuchado jamás.
Para cuando solté el cazo de la leche, vacío, la noche ya había caído. Pero había luna y seguíamos mirándonos a los ojos de la misma manera, en animada conversación.
Habíamos perdido toda conciencia del día o de la noche, no había huso horario y por supuesto, no había reloj. Entretanto, Said, saharaui y pastor, había hecho un fuego y puso a cocer un ‘tagine’ de carne de camello, al que tan sólo añadió cebolla por todo ingrediente.
Los propios jugos que soltarían al calor de las piedras, harían el resto, lentamente… Teníamos todo el tiempo del mundo y éste, sin duda, parecía estar a nuestros pies a juzgar por la inmensidad del momento.

Pastores y vendedores de mercadillos se unen para ofrecer alfombras de montaña, indispensables en cualquier jaima, ‘khaima’. (Foto Espiral21).
El fuego del ‘tagine’ servía además para calentarnos. Y es que la temperatura baja de golpe en el desierto cuando cae la noche, sin importar qué mes del año sea o qué estación dicte el devenir de los vientos.
Nada importaba, la verdad. Era aquel un instante mágico en el que nos fundíamos con lo esencial de la vida, los cuatro alrededor del fuego. Aparte, y debo decir que a salvo, de todo el rebaño de camellos (eran casi 400 y no estaban todos).
Y es que un camello es un animal que verdaderamente impresiona cuando lo ves junto a ti y en manada, por sus dimensiones y por lo imprevisible de sus movimientos cuando están con sus crías. (Como era el caso).
Además, Paco nos había avisado de que no los acariciáramos porque, aunque no eran animales domésticos, cogían confianza rápido. Y lo peor es que su manera de demostrártelo era “echarse encima de ti”, literalmente.
Inmediatamente, mi primera pregunta fue cuánto pesaba un camello, claro. La respuesta de que un macho alcanzaba las dos toneladas, aproximadamente… Me hizo resistirme del todo a la tentación de acariciarlo, incluso al blanco de ojos azules que me había fascinado por completo.
La verdad es que, en cuanto cayó la noche, no me moví del fuego (por si acaso), y perdí la cuenta de cuántas veces dijimos “sahá’ (‘salud’ en árabe), levantando nuestro vasito de té caliente con hierbabuena y azúcar.
El ‘tagine’ humeaba y soltaba un aroma delicioso después de casi hora y media. El hambre que despertó en nuestros ojos hizo reír al joven Said. Tenía una sonrisa preciosa, muy entrañable.
Casi infantil, en realidad, y absolutamente blanca, como si aquel palito con el que limaba sus dientes funcionara mejor que cualquier pasta dentífrica del mundo, la verdad.
Tenía las manos acostumbradas lo mismo al frío que al calor, como si ellas fueran por delante de él en el paso del tiempo. Retiró el ‘tagine’ del fuego como si estuviera a temperatura ambiente y con la misma soltura que había ordeñado a la camella.
De hecho, volvió a hacerlo y al animal pareció agradarle el exceso de calor en sus manos. Y es que nosotros tres, los canarios, seguimos bebiendo té con ‘yerbahuerto’ durante la comida. Pero Said bebió leche… ¿Sería ése el secreto de su blanca sonrisa?
Cierto es que visitar el Sahara por vez primera es la más certera estampa de un flechazo, cuya magia no se olvida jamás. Mirando al cielo en aquella cercana tierra, mi mente evocó las imágenes que Anthony Minghella rodó en ‘El Paciente Inglés’ para el cine.
Una historia de amor que hallaba su eterno desenlace en el desierto y, sin embargo, en mi corazón sólo sonaba el ‘A Vava Inouva’ del cantante argelino Idir… Todo el tiempo, el mío. El nuestro.
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