Otaru la bahía japonesa donde canta el amor
Con el deseo de viajar, relato 13. La autora nos desvela que en la visita a la isla de Hokkaido apreció la tradición nipona del 'hatsuyume’, el primer sueño del año que puede determinar tu futuro. Allí conoció a la joven Nakoruru, una ainu que relataba los sonidos del viento
#GanasDeVolver a sentir cosas nuevas y ganas de volver a vivir sin miedos. Ganas de salir corriendo y estrenar un calendario que te sorprenda con hojas llenas de porvenir.
Ganas de olvidar la resignación y de volver a ser osados ante el destino. Y que la nieves, en verdad, sean de bienes… Y si no, al menos, de idénticas promesas, que sean pues igual de blancas con todo aún por escribir. Al dictado de cada corazón.
Sin miedo a improvisar, cogimos otro avión desde el mismo aeropuerto de Narita al que habíamos llegado y, de una isla a otra, cambió la realidad dentro del mismo país del ‘Sol Naciente’.
Volvimos a ver desde lo alto el Fujiyama, pero sólo para despedirnos de él y confirmar que, en efecto, su testa estaba coronada de nieve. Aterrizamos en Sapporo con la promesa de que una visita a la isla de Hokkaido nos llevaría de vuelta sin importar adónde.
Como en el cine, la poesía o los sueños… Recuerda aquello que dicen los japoneses, que si uno sueña con el Monte Fuji el primer día del año, tendrá buena suerte…

Sapporo, capital de Hokkaido, tiende una serpentina de colores en sus tiendas y centros comerciales bajo tierra. (Foto Turismo de Japón).
Cuenta la tradición japonesa del ‘hatsuyume’, el primer sueño del año, que aquellas visiones con las que sueñas una vez ha comenzado el año nuevo, determinarán lo que habrá de depararte el mismo.
¿Sucederá acaso lo mismo con la memoria? Sólo por si funcionara igual, decido arropar con esmero el recuerdo de la cima del Fujiyama, visto desde el avión rumbo a Sapporo.
Y elijo así que el futuro es ahora. Quizá, después de todo, el Cielo sí esté en la Tierra…
De nuevo, rumbo al norte de donde estábamos, Sapporo te lo recuerda nada más llegar. Hace más frío y lo sientes enseguida al oído, como un susurro que te advierte que éste es otro Japón.
(No me extraña que, en invierno, tengan un festival de nieve, el ‘Yuki Matsuri’, en el parque Odori, el mismísimo corazón de Sapporo. Algunas esculturas superan los 15 metros de altura… ¡Qué frío!).
Si corría aquella brisa fresca en septiembre, no me extrañó comprobar que había toda una segunda ciudad subterránea bajo las calles de Sapporo, por las que circular llegado el invierno.

Bar de cervezas japonesas, en Sapporo, ideales junto a buen plato de Ramen, los mejores de todo Japón.
Pero no nos quedamos allí, embelesados en los senderos del parque Odori y la Torre del Reloj, ni callejeando por ‘Susukino’, entregados a la deliciosa especialidad del ‘ramen’ (dicen que el mejor de todo Japón), en ‘Ramen Yokocho’ o la callejuela del ramén (castellanizado con tilde en su sílaba aguda).
Y eso que la visita al popular Mercado Nijo Ichiba es un viaje en sí mismo, en el que llenarse la boca de mar, sabor a sabor. La subida al Monte Moiwa extendió nuestra mirada mucho más allá de las espectaculares vistas de Sapporo desde allá arriba…
(Más concretamente, hacia el noroeste, hacia Otaru).
Pero no por casualidad o porque pudiéramos ver desde tan lejos, o desde tan alto, la bahía de Ishikari, donde reposa la tranquila ciudad portuaria de Otaru, a unos 40 kilómetros de Sapporo. Eso hubiera sido algo increíble, desde luego.
No, en absoluto. Estando en la ladera oeste del Monte Moiwa, ya de regreso, conocimos a Nakoruru. Esbelta, con su melena ‘castaño natural’ ondulada al viento, su tez más clara de facciones casi ‘élficas’ (sí, sus orejas también), y sus ojos pardos apenas rasgados… La convertían en una medio ‘aparición’ en aquel monte sagrado.
(Debo decir que, nada más pisar Sapporo, ya me había percatado de la distinta fisonomía que se veía en las calles, a diferencia de la clara anatomía nipona del resto de Japón).
Aquella muchacha se había dado cuenta de que andábamos un poco perdidos. Habíamos elegido descender por un sitio distinto al camino de ida y, decididamente, aquella vereda era más complicada.
Nos sonrió al cruzarse nuestras miradas de apuro con la de ella, ligeramente almendrada. Excepcionalmente, hablaba inglés mucho más allá de las meras indicaciones a unos turistas despistados.
Se llamaba Nakoruru y era de la escasa comunidad de los 25.000, más o menos, descendientes del pueblo ‘Ainu’, aborigen de Japón y cuya cultura es anterior a la nipona.
También amante del mar (como yo), fue Nakoruru quien nos habló de Otaru y de los sonidos del viento en su apacible bahía. Del color del atardecer en sus aguas, que le hacían recordar las historias que le contaba su abuela, y del tintineo de las campanillas de cristal en las puertas de las casas.
Por algún motivo, todo aquello le hacía pensar en el amor por la naturaleza que sentía su pueblo, en sus propias tradiciones que, para nada, eran japonesas.
La dulzura con la que Nakoruru nos describió las razones para visitar el puerto de Otaru, nos llegó al corazón hasta tal punto que, antes de que cayera el mediodía, ya estábamos en el tren camino de ese pedacito de cuento.
Otaru fue fundada por los ‘Ainu’ hasta que los japoneses se hicieron con ella y con el resto de la isla de Hokkaido. Si hay un viaje hacia atrás en el tiempo, sin duda, ése es un paseo por las calles de Otaru y su arquitectura casi intacta desde la ‘Era Meiji’.
Y no es por esa arquitectura que resalta el famoso reloj del pequeño torreón que da la hora en la avenida principal, sino porque es de vapor… Sí, has leído bien, y es que marca las horas con silbatos de vapor, de modo que todo el mundo se detiene a escuchar la melodía.

McDonald’s como escaparate de globalización. La autora en el establecimiento de Sapporo. (Foto Espiral21).
Además, su posición geográfica de ensenada natural detuvo un crecimiento voraz de la ciudad, de manera que se percibe esa naturaleza que aún la invade en su aire, y que tanto fascinaba a Nakoruru.
Un aire nostálgico que acuna con mimo sus casas bajas y su bello canal, ‘Unga Kaijo‘, alumbrado por antiguas farolas de gas y bordeado por viejos almacenes rehabilitados que hoy son rincón de artesanía y cafés. Una placidez difícil de encontrar en otro rincón de Japón, y en la que pareciera verdad que también el viento puede contar historias.
Trae sorpresas el viento en Otaru… Sobre todo, al atardecer. Era cierto el color rosado sobre sus aguas del que habló Nakoruru, como también lo eran las siluetas que entonces formaban las nubes en este cielo de otro tiempo.
¿Sería allí donde habían surgido sus leyendas de osos y hombres? Acaso fue cierto lo del puente de hielo en el mar que les permitió llegar hasta allí hacía tantos miles de años…
Las campanillas de cristal con mensajes escritos en tiras de papel, que colgaban de sus badajos, no dejaban de sonar al toque de la brisa rosada que nos brindaba el caer de la tarde.
Nakoruru tenía razón. Cantaban relatos, sin duda. Al tiempo que sonaban las melodías del ‘Sakura’ (floración del cerezo), en las famosas cajitas de música de Otaru, puestas a la vista como preciado ‘souvenir’ del lugar y típica artesanía para los visitantes.
La atmósfera era del todo romántica y a mí me hizo pensar en aquella película de la ‘Nouvelle vague’ francesa que vi de niña, del cineasta Alain Resnais, “Hiroshima, mon amour”… Sobre la memoria y el olvido, el pasado y el presente. Pero sobre todo, del amor.
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