Niza, el litoral de las sillas azules que miran al mar
#ParaVivirVivo, episodio 6. La autora se rinde al encanto de una ciudad en la que sueño y vida vuelven a cruzarse en un sólo instante. Una palabra, un deseo y un color, siempre azul, siempre celeste brillante
#ParaVivirVivo cada comienzo de año persiguiendo lo que quise ser, sin perder esa chispa que te lleva a poner delante el pie derecho en el último minuto de la Nochevieja.
Ahogada con 12 diminutas gotas de ilusión, siempre distintas y a la espera de hacerlas coincidir, alguna vez, con otras tantas campanadas. La sonrisa dispuesta y convencida de que lo mejor está por llegar.
Una maleta en la mano contraria, sin importar el tamaño, como augurio de otros tantos viajes que deseas llegarán, y el interior del mismo rojo carmesí. Pasión por vivir, una vez más, ese mismo momento a la misma hora de la misma noche cada año. Dos vidas en un instante que se cruzan mágicamente en el tiempo.
Lo que pudo ser y lo que será, lo que soñaste vivir y lo que vives soñando. Una canción y toda la pasión de este mundo por descubrirlo, a la espera de que al alma tenga la misma edad que el cielo.
Miré hacia arriba, al firmamento, y luego al suelo… Pero me pareció que eran dos los cielos, confrontados. Y la línea del horizonte, una rendija abierta a los recuerdos. De ésos que alimentan las ganas por volver.
A mí ese sendero me llevó de vuelta a Niza. El azul inmenso y la sorpresa de un celeste tan brillante, como los ojos de aquel tigre blanco en algún lugar lejano.
Acostumbrada al Atlántico… ¡¿De verdad, podía el mar tener aquel color cerúleo y ser real?! Sin pensármelo dos veces, me descalcé remangándome el vestido hasta casi el límite de las caderas, con el ánimo de ser un puñado más de sal en aquel mar de cielo.
Pero no sería ése el único azul de mi viaje a Niza, pequeño cruce de Italia y Francia (y tantos otros en el correr del tiempo). Caminé por la orilla de la playa de la Bahía de los Ángeles, en paralelo a los 7 kilómetros de avenida del Paseo de los Ingleses.
Y aquel salitre distinto que respiraba con la alegría del descubrimiento no me distrajo, sin embargo, de la otra variante azulina que me contemplaba desde el considerable desnivel de dicho paseo…
Toda una hilera de sillas metálicas azules, dispuestas para soñar y orientadas hacia el mar, se distribuían a lo largo de la inmensa avenida, abierta al horizonte y al mundo.

Niza con las sillas azules desde las que miles de turistas se agolpan para soñar frente al mar, como la autora (segunda por la izquierda). (Foto E21).
Un símbolo de la ciudad y su estampa más tradicional, que se concentran desde la cúpula rosada de la fachada del exclusivo hotel Negresco (escenario habitual de cine), hasta llegar a la altura del casco viejo.
Cogí un guijarro y lo mantuve dentro de mi puño, bien apretado. Volví a calzarme para subir al paseo y me senté en una de aquellas sillas azules. El sueño y la vida volvieron a cruzarse en un sólo instante.
Una palabra, un color y un deseo. El de que la vida fuera siempre azul y viniera de largo, como la ‘promenade’. La ‘prom’, como dicen los franceses, y no los ingleses.

Niza luce siempre orgullosa el Negresco, en el paseo de los Ingleses, el hotel más lujoso de la ciudad, plató de decenas de películas. (Foto E21).
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