Nikko y los 3 monos del puente rojo
Memorias de nuestros viajes, sexto episodio. La autora acudió a cruzar el puente sagrado sobre el río Daiya sin saber que en aquel viaje místico, donde el equilibrio entre olvido y memoria se dan la mano, escondía un secreto aún mayor...
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… A veces, comienza sencillamente en una foto, capaz de desencadenar ella sola el deseo de un viaje.
Pero como siempre, también el de compartirla con alguien y dar rienda suelta al por qué te empujó hasta tan lejos. ¡¿Cómo, si no, hilvanar una historia?!
Y bien lejos, porque en esta ocasión nos embarcamos en uno de esos viajes que marcan ‘un antes y un después’. Más que eso, una aventura de las que parecen llevarte a otro planeta y tener la sensación de haber viajado hasta Venus.
La primera vez que vi la imagen del puente rojo de Shinkyo, supe que lo cruzaría. Era inevitable. Y que no importaba lo escondido que pudiera estar o lo lejos que quedara de… Tokio.
Sí, aquella foto del precioso puente rojo, curvado de orilla a orilla del río Daiya y barandilla de madera, me llevó hasta Japón. Desconocía su ubicación exacta o cómo llegar hasta él. Pero en mi primer viaje a Japón, fuimos a Nikko y cruzamos el puente de Shinkyo.

Puente rojo de Nikko, de 28 metros de largo, considerado Patrimonio de la Unesco 1999. (Foto Prefectura de Tochigi).
Mi preciado puente rojo resultó ser sagrado. Cuenta la leyenda que el Dios Jinja Daio, en un día de fuertes corrientes, se apiadó del sacerdote Shodo y de sus discípulos que querían cruzar al otro lado, y no podían.
Grande en su misericordia y, en realidad, juguetón con el destino, ordenó a centenares de serpientes rojas y azules que, entrelazándose entre ellas, crearan un puente…
Y así fue que Shodo y sus discípulos, y todos los que hemos venido detrás, pudimos cruzar finalmente el río, que parece inofensivo desde lo alto… Pero no debe serlo, a juzgar por la leyenda que le dio origen.
Una vez al otro lado. Te lleva al Santuario Futarasan, que da nombre a todo el conjunto. Pero más oculto y más pequeño, también a los pies del monte Nantai, a mí me condujo hasta el Templo Toshogu.
Claro que yo aún no sabía nada de todo esto. Tan sólo buscaba el reluciente puente rojo que me había llevado hasta Japón. Comenzaba así nuestra particular aventura hasta Nikko, que literalmente significa ‘luz del sol’.

Nikko en el acceso ascendente a los templos, en medio del bosque, en medio del equilibrio entre olvido y memoria. (Foto Creative Commons/Japón entre amigos).
Y si consigues que en el momento que cruzas este bonito puente, aunque sólo sea un rayo de sol, lo ilumine… Entenderás el sentido de este viaje y el de cualquier viaje al que te empuje tu alma, te lo aseguro.
Así fue. Era comienzos del mes de septiembre y el calor, mezclado con la humedad de la impresionante vegetación (más de 3.000 hectáreas), se dejaban notar. El canto de las cigarras te recordaba que aún era verano y que éste, al igual que ellas, se resistían a irse.
Su canto llegaba a ser ensordecedor y sin embargo costaba verlas. Pero yo sólo podía pensar que estaba cruzando el puente por el que, hubo un día, que tan sólo el Emperador y sus mensajeros podían pasar.
Sólo al otro lado, después de varias fotos, pronto descubriría que tres rostros que me eran muy conocidos… Moraban allí mismo.
El templo japonés de Nikko es el del gran silencio, por encima de cualquier otro en el país del Sol Naciente. Ese gran silencio se intuye ya antes de traspasar el umbral de su ancho sendero.

Nikko a la entrada de uno de los templos, con la simbología de espíritus que ahuyenta el mal. (Foto bajo licencia de Creative Commons).
Marcado por dos de esas enormes lámparas de piedra, que se extienden a lo largo de todo el camino, en realidad (cuando aún ni se adivina el templo), el bosque es espeso. Los árboles a pie de la vereda tienen en su tronco cuerdas enrolladas de paja de arroz (Usadas para la purificación).
Y es ese silencio el que te invade por todo el camino hasta él. Denso. ¿Puede el silencio ser algo físico, algo material que asir con la mano? En Nikko pareciera que sí, rotundamente.
Incluso cuando subes las escaleras escarbadas en la propia piedra de la pequeña loma, que zigzaguea serpenteante, como un animal más de este misterioso bosque que lo alberga.
Finalmente llegas a lo alto. Y aparece la primera sorpresa, la de aquellos tres rostros que antes te mencioné. Pero no esperes personas, porque son animales…
Los nombres japoneses de los tres monos son Mizaru, Kikazaru e Iwazaru, que significan “no ver, no oír y no decir”. Pero he aquí lo importante de ‘los tres monos sabios’ o ‘los tres monos místicos’.… (Sin especificar aquello que los monos ni ven, ni oyen ni dicen).
En aquel entonces, entre el pueblo japonés, el sentido de los tres monos era “rendirse al sistema”. Abogaba por un código de conducta que recomendaba la prudencia de no ver ni oír la injusticia, ni expresar la propia insatisfacción.

Nikko, donde el silencio invade los pasos incluso del personal que atiende en las áreas turísticas del parque. (Foto Creative Commons/Japón Entre Amigos).
Pero cuál es, exactamente, el equilibrio entre la memoria y el olvido… En qué momento el poder de la memoria deja paso al bálsamo del olvido. En qué momento la desmemoria abre ese canal de la curación respetando el espacio del recuerdo para no dañar la certeza del ser…
Y, sobre todo, si acaso fuera posible lograrlo plenamente, ¿puede una sonrisa secar las lágrimas que aún no han brotado? ¿Pueden acaso las lágrimas mojar las risas antes aún de esbozarlas?
Dicen que cuando alguien vuelve a sonreír después de un trauma, es señal de que ya ha superado su sufrimiento. Pero el rostro sonríe cuando el alma no lo ve. Y viceversa.
Quien así habla, con ligereza, no ha visitado Japón. Ni se ha cruzado con una ‘maiko’, cuyos sueños penden del largo de su ‘obi’, que aguarda ser anudado cuando llegue a ‘geisha’.
En japonés, ‘san saru‘ (三猿), estos tres pequeños simios dicen mucho más que callan… Y no todos saben su origen cuando los utilizan como ‘emojis’ en su ‘smart-phone’.
Moran desde tiempo inmemorial en el país nipón, y están representados en una escultura del período Edo tallada en madera y situada sobre los establos sagrados del santuario de Toshogu en Nikko, al norte de la ciudad de Tokio.
Permanecí un rato bajo ellos y pensé en Kenzaburo Oé, el poeta japonés, quien como ellos también era capaz de crear ese mundo imaginario, en el que la vida y el mito se dan la mano para hablarnos también hoy.
(Para seguir leyendo)
Relato 1. La tarde que busqué los caballos de la puszta húngara.
Relato 2. ‘Candomblé auténtico’ o cómo camelar a 50 turistas en Salvador de Bahía.
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Relato 4. Jerusalén, un rostro distinto según la hora del día.
Relato 5. ‘Fumata Blanca’ y Roma entera corrió hacia mí.
Relato 7. París guarda mi secreto en Hotel Du Nord de Laurent y Farid.
Relato 8. Los dátiles de Auschwitz en un tren por Polonia.
Relato 9. Modelos de Botero en un hammam turco.
Relato 10. La oreja de Dionisio escucha los secretos de Sicilia.
Relato 11. Laponia me regaló el ‘Sol de Medianoche’.
Relato 12. Giza me sostuvo en la eternidad unos segundos y Aicha me trajo de vuelta.
Relato 13. Petra y mucho más allá del desfiladero.
Relato 14. Venecia enamora más si la Luna es de pomelo.
Relato 15. Pekín, la ciudad de recuerdos color marrón.
Relato 16. Win Wenders me mostró al ángel de Berlín en un hotel de 2 estrellas.
Relato 17. Essaouira el tango de las gaviotas.