Miyajima, la isla sagrada de Japón en la que nadie nace ni muere
Con el deseo de viajar, relato 10. La autora cruza con humildad sobrecogedora el arco sagrado del sintoísmo, la frontera entre el área profana que dejas atrás o fuera, y el territorio sagrado que te dispones a pisar. Nada vuelve a ser igual
#GanasDeVolver a dejarme llevar por los sentidos. Ganas de volver a taparme los oídos para impedir que, tanto ruido como hay alrededor, confunda mi mirada. Ganas de volver a taparme la boca para velar por mis secretos más profundos, y no porque una pandemia me silencie.
Y al final, ganas de volver a taparme los ojos, pero sólo porque busque que la vida me sorprenda, de nuevo, a cada paso y a la vuelta de la esquina. Al llegar a la orilla y en la próxima nube, como los tres monos sabios del Parque Natural de Nikko en Japón.
Japón, de nuevo, mi parada más cercana. No en vano, te conté desde la bahía de Helsinki que estábamos en la ‘Puerta de Oriente’. Así pues, ¿por qué no volver a cruzarla?
Cuenta una leyenda japonesa que ’Unmei no akai ito’. Sí, así, musicalmente, nos habla del hilo rojo del destino. Narra que un hilo rojo atado en el dedo meñique de dos personas significa que, tarde o temprano, ambas están destinadas a encontrase.

Tokio trepidante de día y de noche, jamás de tregua, como la zona próxima a Shinjuku. (Foto Espiral21).
De modo que tocaba salirse del ancho sendero de Nikko y también de la trepidante Tokio, que no da tregua. Ya estábamos en una isla, la gran provincia de Honshu, pero tocaba buscar otra más pequeña.
Era hora de coger el ‘Shinkansen’ o tren bala japonés, y poner rumbo hacia el sur, tal cual apuntaba mi dedo meñique con su reluciente hilo rojo. Si bien, el destino de estas vías era Hiroshima, nosotros continuábamos aún más lejos.
A 50 kilómetros de esta testimonial ciudad, girábamos una vez más y tirábamos de nuevo los dados… De isla a isla y tiro porque me toca. Abandonábamos físicamente la isla principal de Japón, la más grande y poblada, y nos subíamos al barco.

Miyajima, con el torii (arco tradicional o puerta sagrada de los santuarios sintoístas) marca la entrada y la salida de la isla. (Foto Espiral21).
Sin salir de la prefectura de Hiroshima y su bahía, aún en el mar interior de Seto, zarpamos hacia Miyajima. Una isla sagrada en la que nadie nace ni muere (no pueden), razón por la que no hay ni maternidad ni cementerio.
Un pequeño paseo de un escaso cuarto de hora por unas aguas tremendamente tranquilas, hasta tocar tierra (arena, en realidad), y lo primero que ves antes de pisar la orilla es un enorme ‘Torii’ con sus dos pilones de sostén hincados bajo las aguas calmas.
El ’torii’ es la puerta de entrada a un lugar sagrado y el símbolo sintoísta, de la religión ‘Shinto’ (camino de los dioses), que te anuncia que ingresas en lugar sagrado bajo su arco.
Esta estructura tradicional japonesa, cuyo aspecto a nosotros en Occidente nos recuerda a la letra griega ‘π’ (pi), marca la frontera entre el área profana que dejas atrás o fuera, y el territorio sagrado que te dispones a pisar.
Ya habíamos visto otros en el curso de nuestro viaje por Japón, pero éste que marcaba el acceso a Miyajima era realmente majestuoso. Y no sólo por su tamaño.
Verlo reflejado en la aguas, al tiempo que sentirlo enterrado en sus fondos, como testigo silencioso de las idas y venidas de la vida, como de las mareas… Dejaba flotar un rumor en el aire de tantas historias, entre dichas y desdichas, que sentías el peso del destino. Rojo como el hilo de mi dedo meñique.
Confieso haber mirado hacia atrás, más de una vez, a medida que me adentraba en la isla… ¿Acaso me observaba a mí también? Seguro que sí. Mudo pero lleno de historias, acaso también las nuestras.
El cielo estaba limpio y la vida sonreía, así que miré hacia adelante y enseguida vinieron a saludarme… ¡Suerte que llevaba conmigo una bolsa entera de galletas de arroz!
No, no me había vuelto loca, lo que sucede es que quienes vienen a saludarte (los primeros, además), son los ciervos y por decenas, que campan en libertad, como animales sagrados que se les considera.

Ciervos en Miyajima se acercan a compartir comida con los visitantes, como recoge la imagen de la autora. (Foto Espiral21).
Más exactamente, la religión sintoísta los identifica como ‘mensajeros de los dioses’. Y yo podría añadir que son golosos y están siempre hambrientos, porque la bolsa de galletas de arroz me duró ‘medio asalto’.
(La verdad es que confieso haber comprado otro paquete allí mismo y no haber probado ni una, pese a lo ricas que están).
¡Y qué podía hacer yo, tan bonitos y cariñosos que se dejaban acariciar mientras olisqueaban el interior del plástico por si quedaban aún más bocados!
No obstante, acaso fueran una seductora tentación de sus dioses para no dejarte avanzar más allá de la orilla, renuncié a su interesado cariño ‘arrocero’ y me despedí de ellos (de todos).

Tradición y excelencia en la comunidad japonesa que te atiende en Miyajima, como las 2 dependientas del Templo de Itsukushima (Foto Espiral21).
Miyajima, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1996, es una experiencia vital (como todo Japón, debo decir), donde aparte de su postal más internacional del ‘Torii’ flotante del santuario de Itsukushima, razón misma de la isla, te evades de este mundo. Literalmente.
(Por cierto, los japoneses consideran la vista del gran ‘Torii’ de Miyajima como uno de los tres paisajes más hermosos de todo Japón).
Si me lo preguntas a mí, te diré que me sobran los otros dos, pues ese instante suspendido en una imagen tomada en una décima de segundo, es tan bello como preciado tu descubrimiento. Es perfecto.
Pero sigamos el paseo… Las calles son tradicionales y el ‘tempo’ es otro, ya que casi todo se convierte en un ritual aquí, como el del té. No hay esclavitud con el tiempo, al menos no para la ancestral cultura nipona. Ni siquiera en la calle principal, Omotesando, donde intercalas una parada con delicioso tentempié de ‘anago‘ o anguilas.

El tiempo se detiene sin exigencia de prisa, como el atardecer de Miyajima frente al torii. (Foto Espiral21).
Los parques parecen pertenecer al paraíso, directamente, y todo resulta apacible y te invita a la serenidad, a la reflexión más bien, y casi a la introspección profunda e íntima. Y todo ello sin saber muy bien por qué, pero así es.
Tu paso se ralentiza, incluso ante la presencia de otros turistas. Nadie lo parece en Miyajima, sino meros paseantes por el tablero de la vida. Incluso a la hora de coger el funicular hasta el monte Misen y recorrer sus senderos con impresionantes vistas.
Eso sí, debes procurar que no te queden galletas… En este monte también deambulan sueltos los monos salvajes, de igual apetito pero peor carácter que los amables ciervos, y su olfato ante cualquier comida es infalible.
Pero sobre todo, me acuerdo del paseo por los pasillos del santuario Itsukushima, ya que aguardamos a la marea alta para que así flotaran también en aquellas tranquilas aguas del mar interior de Seto.

Miyajima, hasta la brisa deja inscripciones sagradas en una isla que constituye uno de los grandes paisajes de todo Japón (Foto Espiral21).
Después de todo, en su interior se hallaba su Diosa guardiana del Mar. Deambulamos ‘miyajimamente’, me atrevo yo a afirmar, por todo el entorno, bebiéndonos aquella otra brisa, tan distinta y nueva para nosotros.
Allí compramos una pequeña pala para servir arroz con una inscripción sagrada que, a día de hoy, sigo sin saber qué significa, pero de la que seguimos comiendo el arroz.
A sabiendas de que sin duda, será una bendición, pues la muchacha que me la vendió también tenía un hilo rojo en el dedo meñique de su mano izquierda.
Para seguir leyendo
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Relato 2. Isla Tiberina, ángeles, tango y un beso en Roma.
Relato 3. París (Isla de San Luis), pan, vino y felicidad.
Relato 4. Monte Saint Michel, la isla de Normandia que deja de serlo.
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Relato 6. Stonehenge, un misterio para la eternidad.
Relato 7. Marken y Volendam te devuelven la libertad sin etiquetas.
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Relato 9. Helsinki donde la brisa lleva la sal a tus labios.
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