Laguna de Naila, el paraíso de los colores infinitos e imposibles
#UnViajeUnInstante, relato 3. En su itinerario del mundo, la autora busca un encuentro con los flamencos rosados del parque nacional de Khenifissi, pero ese día, el desierto exhaló un 'Sirocco' hasta sellar los labios y los ojos. A cambio, en la khaima de una modesta familia de beduinos, probó un pan recién horneado cuyo aroma jamás ha olvidado
#UnViajeUnInstante. No hace falta más… Porque si el futuro es ahora, elijo parar el tiempo y entregarme al momento adonde me lleva el recuerdo.
La vista aérea del desierto del Sáhara que ofrece un vuelo a El Aaiún no deja tregua al apasionamiento. La respiración sencillamente detiene ese tiempo en el aire.
Un aire que ya se percibe distinto mientras la vista se pierde entretenida en las sinuosas curvas femeninas del Sáhara. Solo cabe amar esta tierra a la primera mirada… Esas arenas que cambian y, como la respiración, te paran el reloj. Mientras, el Sáhara permanece.
Así es. Así son los colores de África, infinitos e imposibles, tal cual uno los quisiera dispuestos en un jardín ideal, donde en los atardeceres más brillantes el sol y la luna parecieran desearse más que en ningún otro lugar.

Laguna de Naila con los flamencos convertidos en parte del paisaje, uno de los rincones ecológicos del Sáhara Occidental.
Como aquella primavera en la laguna natural de Naila, próxima a la costa del Sáhara Occidental, en el Parque Nacional de Khenifiss, donde vuelan y anidan miles de aves distintas, cambiando el color de sus aguas.
Pero aquel día, lejos de ver el manto rosa de los flamencos y las garzas reales que acostumbran a reposar allí tras su migración, el caprichoso Sirocco del desierto soplaba caliente.
Y lo hacía con tal fuerza desde el sudeste, que entorpecía la vista y hasta luchaba por sellarnos los labios ante cualquier propósito en su contra. De modo que, aceptando las reglas de la naturaleza, cambiamos de rumbo y nos refugiamos bajo los colores de una ‘khaima’.
Surgió en medio de esa aparente ‘nada’, o eso nos pareció. Nos acogió la familia de un pescador, su mujer y cuatro hijos, que nos miraban a los ojos de forma directa y limpia, con una sonrisa llena de ‘todo’.
Y sucedió que, de pronto, ya no se oía el viento y la temperatura era la de la hospitalidad…

Cartel publicitario en desuso de un antigua agencia de viajes que promovía viajes del Aaiún a Las Palmas. (Foto Espiral21).
Llegamos ruidosos, con nuestro surtido de bocadillos, cuyo envoltorio despertaba la curiosidad y era la risa de los pequeños, que parecían preguntarse si tan complicado era el asunto de la comida.
El timbre de sus vocecitas destilaba felicidad, y un cariño contagioso que podía respirarse casi como el aroma del humeante té que, servido para todos, circulaba en redondo por la khaima.
Dispusimos en el centro cuanto llevábamos para el proyectado picnic: los bocadillos bien envueltos y alguna fruta variada. Pero recuerdo que no probé nada de todo aquello. A día de hoy, ni siquiera sabría decir qué había en el interior de aquellos bocadillos.
Sin embargo, todavía ahora, siento en mi paladar el cálido sabor de aquella mantequilla fresca, recién hecha. Y el del pan caliente, acabado de hornear en la piedra que, por todo alimento, nos ofrecieron a su mesa (En lugar de ella, más bien).
Y es que en África nadie busca ‘el rayo verde’ que porta en su interior. Es ese fuego encendido del desierto el que guía y encamina los pasos de mi continuo retorno, cada vez.

El Aaiún, la capital del Sáhara, con uno de los productos más conocidos de Canarias: Tirma. (Foto Espiral21).
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