Jerusalén, un rostro distinto según la hora del día
Memorias de nuestros viajes, cuarto episodio. La autora describe a Ibrahim, el vendedor ambulante de mantecados de dátiles junto a la Puerta de Damasco, como símbolo de la bondad que, en esencia, reina en Tierra Santa
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… (Y no me cansaré de repetirlo). Las anécdotas compartidas son lo mejor, porque son los otros quienes nos brindan los momentos más inesperados. Sin duda.
Y si acaso no recordaras sus nombres, o quizá la intensidad de aquel instante, pese a su brevedad, hubiese sido tal que jamás preguntaste…
Estoy segura que aún hoy evocarás sus rostros como mismo sientes ese pellizco en la memoria que te lleva a seguirme. Es esa maravillosa sensación de regusto a algo que probaste y que permanece para siempre. Vivido.
A mí me pasó con Ibrahim. Y el deseo que determina que estemos de regreso en el lugar más santo de Oriente Medio, Jerusalén (la ciudad tres veces Santa), tiene su rostro.
Jerusalén tiene la bondad de su rostro y sabor a dátil. Enseguida verás por qué. Y es que Jerusalén está llena de tanto… De todo, en realidad. Pero a mí me viene a la mente Ibrahim, con su ‘kufi‘ blanco bordado en la cabeza.
Montaba su puesto de dulces en la bulliciosa Puerta de Damasco, justo antes del caer de la tarde. Supongo que huyendo de las horas de mercado más ajetreadas del día. Supongo que acorde al tempo de su ya prolongada vida.
Mi abuelo tampoco salía a la calle sin su oscuro sombrero de la sastrería ‘Puga’. Jamás. Pero en este caso, el kufi era el sombrero masculino para la oración en el Islam.
Lo cual me lleva a suponer también que disponía su puestillo de dulces árabes pensando en la merienda y antes del último rezo. Ibrahim estaba ya en esa edad en la que se disfruta del oficio que se sigue desempeñando más por añoranza, que por necesidad.
Y por ese mismo motivo, a veces llegaba yo antes que Ibrahim a su propio puesto, que estaba ocupado por otra persona que vendía hierbas y condimentos. Cada rincón de esta sinuosa ciudad es así de tramposo y maravilloso a la vez.
Te ofrece un rostro distinto según la hora del día, como la luz que al caer te proyecta una sombra diferente. ¡Jerusalén está viva! Y te lo demuestra a cada paso.

Ibrahim, el vendedor ambulante de mantecados de dátiles de la Puerta de Damasco. (Foto Nadia Jiménez Castro).
Pero volvamos a Ibrahim para conocerlo mejor. No siempre supe su nombre… De tez blanquecina, casi transparente, y ojos azulados sin llegar a serlo (Tengo una amiga que diría del color de los burgados, ‘burgaos’ vaya).
Con una sonrisa perenne y una serenidad en su semblante que te lleva a pensar que conoce el verdadero secreto de la felicidad o, al menos, el camino que deja atrás la infelicidad.
Pareciera saber que vender tres tipos de mantecados rellenos de dátil, que tan sólo varían en la forma (redonda, rectangular o de estrella), es su manera de decirnos que poco importa la apariencia externa… Y que el secreto está en ese relleno.
Si el secreto está en el dátil, no olvidemos que éste también tiene una pipa.
Pero Ibrahim ha tenido la amabilidad de extraerla antes, de desmenuzar y amasar la carne del dátil antes de incorporarla a la suave masa que reposa en el molde. Y de darle el tiempo justo de horno para que, incluso, lleguen tibios al puesto donde aguardamos el secreto de la vida.
Ese secreto que no es otro más que aquél que brinda con su sonrisa al entregarte los dulces. Ibrahim te brinda la vida ‘calentita’ cada día, feliz. Y atento a cada semblante que busca el secreto de la vida junto con la merienda. Sí, más de lo que imaginas.
Porque no fue hasta mi último viaje a Israel, el sexto en el plazo de nueve años, que Ibrahim repasó mi vida conmigo sin mediar palabra. Sólo con los gestos, su sonrisa y la alegría de su mirada al volverme a ver…

Santo Sepulcro de Jerusalén, atestado de turistas en la entrada, antes de la alerta sanitaria mundial. (Foto NJC).
¡Sí, era cierto! Me reconocía lo mismo que yo a él, cada vez. Posó la mano derecha dos veces sobre su pecho, al tiempo que sonreía ampliamente, y llevó los dedos índice y anular hacia sus ojos para luego señalarnos con ellos.
Con toda la palma de su mano derecha abierta, rodeó ahora su cara y nos señaló a nosotros como quien te invita a entrar y agradece de corazón la visita… Para luego apuntar el número seis ayudado del pulgar de la otra mano.
Finalmente juntó sus dos manos como quien aplaude a la vida tanto como la sueña. Sabía que volvería a verme unas cuantas tardes más, otra vez. De nuevo.
Pero sobre todo sabía que aquí andábamos, que aquí seguimos… En la senda de la vida, buscando en su interior sin otra aventura que la propia vida al atardecer (Pese a tantas aventuras).
Con la certeza de que ese cariño que a veces nace en un puesto de dulces, un afecto que el destino te brinda de manera espontánea, y que a veces es sólo porque te recuerda a alguien… Es un viaje en sí mismo.
Mantecados de puro afecto. Son pedacitos de cariño rellenos de dátil que, como la vida, tiene una pipa que alguien se encargó de quitar por ti. Por cierto, yo nunca le pregunté su nombre a Ibrahim.
(Para seguir leyendo)
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