Gueto judío de Venecia, en el verde de la memoria
#DesdeMiVentanaVerde, episodio 1. La autora se sorprende al comprobar que, caprichosamente, por segunda vez en el tiempo, un viaje le brindaba la ocasión de toparse con la fiesta del ‘Sukot’. Comprobó entonces que debía sanar su llanto y devolverles el verde a sus olivos
#DesdeMiVentanaVerde aguardo lo mejor con la llegada de un nuevo día, pero deseando que el domingo sea eterno. Y al sol, siempre. Al menos, si no, que sea verde.
El sonido del tango empezó a quedar atrás, y del acordeón de Christian en la calle Garibaldi comenzaron a llegarme otros ecos de un pasado ajeno pero conocido. Acordes venidos ahora del Este.
Ecos de un barrio dentro de otro y, a su vez, encerrado en uno mayor que éste, espejo del que fue y aún se conserva. Pero sobre todo, realidad paralela y sin embargo, oculta a la mirada del turista en Venecia.

Plaza central del barrio judío de Venecia, oculta entre callejones, pasajes y canales. Un lugar siempre por descubrir. (Foto E21).
Un callejón tras otro, de repente, se abre la mirada a una plaza distinta… Distintos colores y distintas sus gentes. Una fuente en el centro de ella y el agua, omnipresente en su día a día. Estrellas como recordatorios y otras edificaciones dentro de las casas vistas.
Fue como si a las puertas del cielo hubieran estado vendiendo recordatorios durante todo este tiempo, para sanar su llanto y devolverles el verde a sus olivos.
Que no salga la luna, pensé, que “no tiene pa’qué”, que sólo brille el sol… Y sobre mis hombros sentí todo el peso de aquella tristeza pasada. Mi paso se ralentizó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
Comprendí que también ellos tenían la camisa negra y debajo tenían el difunto… Muchos de ellos. En todo el barrio. Un hondo pesar de quien descendió a los infiernos, de quien tuvo dueño y descendencia. Y canciones propias, también.
Y no porque quisieran causar pena, de ésa que no tiene fin, sino porque son sus tradiciones. Irrenunciables y profundas. Porque Dios tendrá que cobrarle a alguien. Y por encima de todo, vistosas a nuestra mirada. Sonó el acordeón pero en otra ‘toná’.
Y trajeron ramas de olivo, pino, mirto y palmera… Traídas de más allá de la laguna pero, también, desde más allá del recuerdo de la memoria de cada uno.
De todos y cada uno de ellos, desde siempre. Y montaron cabañas, tiendas o tabernáculos a las afueras de las fachadas venecianas, como si estuvieran en otro lugar y en otro tiempo.
Porque a nadie le consienten que dicten sus sentencias, ya tuvieron carceleros y hasta candados en ese mismo gueto. Pero nadie tatuó nada más en su piel de lo que un día le hicieron.
Caprichosamente, por segunda vez en el tiempo, un viaje me brindaba de nuevo la ocasión de toparme con la fiesta del ‘Sukot’. Esta vez, en el barrio judío de Venecia.
Mucho más allá del ‘Puente de los Suspiros’, a mí me llegaron éstos otros, como otra ciudad distinta con otros canales bajo el cielo. Era la mañana del viernes y desfilaban de negro, pequeños y grandes, con sus trajes de fiesta.
Cruzaban de un extremo a otro la Plaza del Viejo Guetto. Iban en hilera (las familias según la estatura de sus miembros), y yo no podía dejar de pensar lo distinto que era aquel rincón del Cannaregio.
Entramos en una panadería ‘kosher’ tradicional del ‘Campo del Guetto Nuovo’ y compramos ‘cornetti al pistacchio’. Estos croissants rellenos de crema de pistacho, recién horneados, resultaban tan lustrosos en el verde que se asomaba por el hojaldre… Que casi salgo corriendo con el cartucho en la mano.
Me senté en un banco de la plaza central del barrio o gueto judío de Venecia, el más antiguo del mundo (que se cerraba de noche en los siglos XVI y XVII), y rompimos el papel como si fuéramos niños a la hora de la merienda.

La autora sentada en uno de los bancos de la plaza judía de Venecia, junto al restuarante Kosher Ba’Ghetto. (Foto E21).
Viendo la vida pasar, esa vida de antes que aún se conserva como las fachadas que esconden las sinagogas en el interior de las casas vistas… Dimos buena cuenta del verde de aquella crema de pistachos, que manchaba la punta de nuestros dedos y hasta de la nariz.
Del verde de los pistachos rallados sobre el hojaldre y del verde que se había colado en la mismísima masa durante la cocción. Mirábamos el verde de los olivos que, en realidad, te evocaban otros lugares en Oriente, y hasta el sol me pareció verde entonces.

Sotoportego de barrio judío veneciano que conduce desde el embarcadero principal al centro. (Foto E21).
Porque si la lluvia cae y llena tu copa, aunque sea de vino, lo que haces es tomártela hasta el final. Te la bebes y aceptas lo que la vida te da, con ganas.
Verde la ventana que enmarcó mi recuerdo, verde el camino que me enredó hasta las verdes hojas de los árboles en la plaza del viejo gueto. Bajo cuya sombra, la verde crema de pistacho que me sorprendió, endulza ahora mi recuerdo.
Seguramente fueron los verdes ojos de Coccolone desde el ‘Arsenale’ que, pese a los maullidos de la despedida, me permitieron cruzar el Gran Canal hasta casi llegar a la punta de la Dogana. Y clavada en el pecho, siento aún su mirada. Verde.