Bouquinistas de París, tesoros únicos de libros antiguos y carteles
#ParaVivirVivo, episodio 2. La autora rescata la complicidad de unos guardianes del arte y la cultura que miran al mundo mientras esperan que el mundo los mire a ellos
#ParaVivirVivo porque es cierto que sólo el tiempo te deja ver las cosas de cerca, Y que todo lo cambia el momento, ése que se va y no vuelve. Vestido de azul brillante, el cielo nos contemplaba…
Pero era París quien siempre me regalaba otra estampa. A mí y a quien pasea por sus calles entre los aromas a ‘croissants au beurre’, o de mantequilla, y esas finas ‘baguettes á la ancienne’, de tradición, cuyo crujido despierta a los gatos.
Escenas cotidianas que se cuelan entre esquina y esquina. Poco a poco, desperezándose, surgen las imágenes de todo cuanto acontece desde antes de que amanezca.
Y es tanta la actividad que bulle en sus 20 distritos, que el tiempo corre a ritmo distinto. En realidad, casi le echa una carrera a París, cuyo deseo es tanto.
Los pasajes del metro, llenos de ofertas de ocio, nos recuerdan que todo pecado deja una marca. Pero, en realidad, quién querría olvidar cualquier pecado cometido en París… Y quién no querría recordarlo eternamente.
De repente, suena “Bésame mucho” mientras el RER circula desde Nation hacia Chatelet-Les Halles, y ellos se miran. Él toca el acordeón y ella sigue suavemente su compás con la pandereta.
A la perfección. Mientras se miran como si, en verdad, fueran a besarse por última vez. Se diría que, en realidad, aún siguen besándose como si fuera la primera vez.
Quizá es que fue ayer. Pero hoy ya son cómplices y miran al mundo mientras esperan que el mundo los mire a ellos, a cambio de unas monedas. El vagón del metro se detiene y, ya en la superficie, el mundo mira al mundo en la orilla izquierda.
Bueno, también en la derecha, pero ya cruzaré. Allí están los ‘bouquinistas’. Al borde del Sena, siempre. De otra época, siempre. Custodios de la cultura en sus secretas cajas vedes desde el siglo XVI.
Patrimonio cultural intangible de Francia en la ribera del Sena, los ‘bouquinistas’ guardan tesoros maravillosos que van desde los libros antiguos a los carteles, revistas y periódicos viejos, pasando por otras rarezas de esos otros patrimonios personales de quienes antes pasaron por la vida.
Es otra de las sorpresas, entre esas muchas fotos reproducidas en el blanco y negro de otra época, que estos descendientes de los vendedores ambulantes te venden ya también en formato postal.
Y que tanto éxito tienen, porque siempre estamos presos de ese sentimiento de melancolía que nos empuja a mirar atrás, a añorar el pasado. Adictos a la nostalgia como ya sabía que éramos, volvimos a detenernos.
Aquella hilera interminable de cajas de 2 metros pintadas de verde oscuro (hasta cuatro por bouquinista), verdaderas joyas literarias guardadas como tesoros que discurren en paralelo al río, marcaba el camino. Uno lleno de palabras al aire libre.

Sena en una soleada tarde de otoño, con la autora apoyada en el muro derecho de los bouquinistas. (Foto E21).
Unos 3 kilómetros de ese otro paisaje urbano parisino, Patrimonio de la Unesco, que alimenta el alma hambrienta de verde. Del mismo verde de las fuentes, farolas, bancos y bocas de metro. Ya sabes, de ese verde de París.
Nos detuvimos en una de las ‘boîtes’ o cajas del bouquinista del ‘Pont Neuf’, en la esquina del edificio de ‘Samaritaine’. Porque un compás, que salía del interior de su última caja verde, me hizo mover los pies hasta casi bailar.
Aquella corriente eléctrica subió como charlestón desde mis talones hasta acabar como ‘ragtime’ en mis caderas. Sólo podía ser ella la que despertara tal movimiento en mí.
Allí estaba, “El Tumulto negro”, tal y como se la conoció entonces… Una maravillosa serigrafía a color de Joséphine Baker bailando, con el torso desnudo de ébano y su popular falda de bananas amarillas.
El cuerpo ladeado y su famoso corte de pelo, negro y brillante, dejando el resto a la imaginación. Y todos los gatos de Montmartre maullaron desde los tejados al saber que había tomado ese momento entre mis manos. Sólo entonces, ellos jugaron con la luna llena como si fuera una pelota.

Como una coreografía de Josephine Baker, un saltador callejero se la juega en uno de los puentes del Sena. (Foto E21).