Zakopane, la frontera silenciosa de Polonia que mira a Ucrania
"Rezando por recuperar ese brillo en la mirada, a mí este llanto sin cielo me lleva de vuelta a lo alto de aquella montaña. En Zakopane, en aquella tierra polaca que era entonces lugar de partida y no de llegada, como lo es ahora"
#ConBrilloEnLaMirada, el de la imaginación de ayer. Y sin brillo en la mirada, la de la realidad de hoy. Es como el baile que ha perdido su sombra porque ha dejado el alma por el camino.
Y te hace olvidar que estás en domingo allí donde ya no luce el sol. En realidad, aguardas al lunes por un nuevo amanecer. Para un nuevo comienzo, quizá.
Porque allá donde ya no hay cielo, toca volver a soñar y buscar caricia en la memoria. Quiero pues, de nuevo, el sueño evocador. El de antes de llegar a una tierra que el viento borró y ahora ya no ves.
La soledad de la mirada en la que cada uno busca refugio en el rumbo que un día fue, en la que cada cual descubre horizonte nuevo allí donde halla bocana su corazón.
Rezando por recuperar ese brillo en la mirada, a mí este llanto sin cielo me lleva de vuelta a lo alto de aquella montaña. En Zakopane, en aquella tierra polaca que era entonces lugar de partida y no de llegada, como lo es ahora.
De bocana, tierra. La misma que un día recorrimos en tren durante tres semanas. Atravesando Polonia de punta a punta, me encontré aquella tarde ante la vista de los Montes Tatras en los Cárpatos, casi en la frontera sur con Eslovaquia…
Y a ese oeste de Leópolis, allí adonde casi todos los ucranianos se dirigen ahora. Una pequeña localidad donde se celebran deportes de invierno y se comen ‘gofres’ dulces con nata fresca.
Pero yo no divisé esos pasos fronterizos de montaña, por los que centenares de miles de ucranianos buscan la manera de seguir viviendo sin renunciar a su memoria. Ni siquiera los imaginé.
Desde lo alto tan sólo imaginé el mundo que se abría ante mí, pues estábamos en un entorno de turismo de naturaleza, no de huida. Con sus casas de madera tradicional como testigos alzados y silenciosos de la historia, los senderos sólo invitaban a pasear. Nunca a esconderse.
Sobre todo, cuando subimos al teleférico ‘Kasprowy-csúcsi kötélpálya’. Eslovaquia y Hungría más allá, hasta donde llegaba la vista y la imaginación. Ucrania, al lado contrario. Suspendidos en un cielo azul y global, yo no aprecié fronteras.
Al descender, la figura de un Cristo sentado con la mano en la mejilla… Quizá, aguardando. Y pisando y pisando ahora de palabras el relato de aquel camino que visité, ya sólo veo la vereda, tan sola y callada. Contadora siempre de lunes al sol.