Sumo japonés, la lucha de colosos que todo lo purifica
#AguardoElDía, episodio 7. La autora relata su experiencia en Tokio en el combate pacífico de gigantes que ancla su origen en el sintoísmo para alongarse a los 603 santos de la guerra de Putin, a los 603 niños que jamás regresaron a clase
#AguardoElDía desde mi ventana verde, al otro lado de los sueños, aquí donde ni suenan las sirenas ni la vida de millones ha cambiado para siempre.
Allí donde sí suenan (no paran de hacerlo), hay 603 gotas de risa menos en el recipiente que contenía la vida, llena. Los 603 santos de la guerra de Putin, los llaman.
(En la ciudad ucraniana de Lviv llenaron guaguas escolares de peluches ocupando los asientos para recordarlos… Ausentes. Sólo eran niños, pero no acabaron el curso ni empezarán ningún otro. Tampoco habrá excursiones para ellos).
Seis meses después aquí, a este lado de los sueños, la vida sigue. La libertad, alzada, espero… Así la pienso, al menos. Y por ello es la memoria la que se asoma a la ventana del mundo, para seguir respirando.
Creo que es ella quien la pinta de verde durante la noche, para que vuelva a asomarme cada mañana, verde. Verde el viento que sopla y verdes las ramas que imagino para olvidar lo que ya no quiero ver.
Me engancho del brazo de la memoria para pasear y consigo que mi mente, verde, la siga. Se vuelve tangible como el humo de aquel incensario y con su fragancia, regreso una vez más a Japón.
Quizá porque allí sentí que el tiempo podía quedar en suspenso, quizá porque quiero pararlo otra vez. De azul y amarillo, si yo pudiera. Verde, en cualquier caso. Y con algo de pureza, siempre.
De nuevo, estaba sentada en el graderío de aquel pabellón con los ojos clavados en todo cuanto sucedía en el ‘tatami’ central, abajo. Sí, es una lucha, de gigantes… Pero que viene precedida de todo un ritual de purificación.
Después de la presentación de los contrincantes, que pasean rodeando todo el círculo para honrar y agradecer su presencia a los asistentes, se entregan por minutos a una auténtica danza inicial mirándose a los ojos, pues tal es la parsimonia de sus movimientos.
Pero lo primero de todo es purificar la arena del terreno de lucha con sal, limpiarla de malas energías que distraigan a estos dos colosos del objetivo de la lucha, cuyo origen es, en realidad, religioso (Sintoísta).
Estábamos ante un combate de ‘sumo’ en Tokio y todo, absolutamente todo, llamaba mi atención, puesto que además se trata de una práctica vetada a las mujeres. Las féminas tenemos prohibido pisar siquiera el ‘Dojo’ o plataforma sobre la que se combate.
Nuestra “impura presencia” podría contaminarlo… (Después de todo, yo no estaba allí para hacer reivindicaciones feministas, sino para disfrutar de un espectáculo único en el mundo… Un torneo de sumo o lucha libre japonesa, llena de rituales sintoístas).
Hecho de arcilla y cubierto de arena sagrada, puede elevarse hasta 60 centímetros por encima del suelo, contenido en su círculo por una cuerda de arroz también sagrada… ‘Tawara’, que queda semi enterrada en la arcilla.
El taparrabos o ‘mawashi’ es la única prenda que les está permitida. Y no pueden perderlo durante el combate, puesto que ello supondría ser eliminado.
Por cierto, luego supe que ‘dōjō’, en japonés significaba lugar del despertar o lugar del camino. Espiritual, dicen. Claro que toda vida empieza o despierta a la luz en ese otro recipiente que es el vientre materno… Sin cuerda de arroz que lo detenga y todas las gotas de agua aún por contener.
Para seguir leyendo:
Episodio 1. Maracuyá con yogur de Florencia al Antico Caffé de Vegueta.
Episodio 2. Trentemoult, a sólo 10 minutos de Julio Verne.
Episodio 3. Bayona y la playa de ‘La Barra’cambian la rotación de la tierra.
Episodio 4. Biarritz me regaló la espuma del mar.
Episodio 5. Lyon te zambulle en una piscina de bolas.
Episodio 6. Asakusa, donde curas el presente y aceptas el pasado.
Episodio 8. Kyoto, la ciudad que jamás olvidarás.