Procida la isla del limoncello que sedujo a Neruda
Historias con huella, relato 2. La autora arribó a la isla menos visitada del Golfo de Nápoles buscando las cartas de Pablo Neruda, hasta que el aroma de una confitura casera de limón le hizo entender para siempre el espíritu romántico del poeta chileno
#NuevaNormalidad que ahora toca recuperar y casi reconquistar. Y aunque sé que dije aquello de “Sin sobresaltos ni tarjetas de embarque”… También añadí que “Sólo por ahora”.
Así es que de isla a isla y tiro porque me toca. Desde el Atlántico ponemos rumbo al Mediterráneo. Concretamente, al Golfo de la bahía de Nápoles, a la más pequeña y desconocida de las islas que allí se hallan.
Bueno, no del todo desconocida… Porque ha sido tantas veces usada por el cine que, cuando empiece a hablarte de títulos, a buen seguro que te sonarán algunos de sus rincones.
Nos vamos a Procida en barco desde el Puerto de Nápoles, en vez de a la ‘glamourosa’ Capri.
Y es que recordemos que, en estas líneas, estamos entre almas soñadoras que buscan alimentar su espíritu aventurero. Así me pareció desde el primer minuto en que vimos el barquito en el que hacer la corta travesía de media hora o una ‘mezzoretta’, como dicen ellos.
Sin embargo, ¿puedes llegar al paraíso el día en que parece que se abren los infiernos? Ciertamente. El viento soplaba y el cielo, la verdad, no pintaba bien.
Pero pronto lo olvidamos, según desembarcamos. Por un momento, me creí ‘Pinocchio’ llegando a la ‘Isla de la fantasía’. Tan pronto pusimos un pie en el puerto de ‘Marina Grande’ (lo cual es un decir), escuchamos la música.
Era el día de San Michelle (San Miguel), patrón y protector de Procida, y llegamos en plena procesión y fanfarria, con todo ese sabor de la Italia del sur en la que no funciona lo del ‘menos es más’, sino el ‘más es mucho mejor’.
Así que tuvimos que abrirnos paso cuesta arriba entre la gente, los músicos, las flores y el santo, claro. Enseguida me di cuenta que estábamos subiendo exactamente por la misma calle que bajaba Jude Law en ‘El talento de Mr. Ripley’.

Procida como plató de cine como ‘El talento de Míster Ripley, con Matt Damon y Jude Law. (Foto E21).
Aunque yo había llegado hasta allí por la película ‘El cartero y Pablo Neruda’, sonreí mirando al ángel en medio de aquel barullo porque supe que Procida, sin duda, prometía. (Incluso más que la cercana Isquia y sus aguas termales).
Había escogido el hotel sólo por su nombre… ‘La Casa Sul Mare’ ¡¿Acaso no te enamora sólo con pronunciarlo?! Había que tomar la subida al ‘Castello’ hasta llegar a la plaza y veríamos una fachada amarilla con una puerta verde en arco y dos escalones, en la misma cuesta.
El tema es que, cuando llegas con la lengua afuera, sólo ves eso. Exactamente eso y en una sola planta.
Claro que sin calcular que has vencido una cuesta, por lo que este noble palacio del siglo XVIII, rehabilitado como hotel con encanto, crece hacia abajo… Esto es, hacia el pequeño puerto de pescadores de Corricella, en el otro lado de la isla.
Una orilla maravillosa a la que asomarse casi desde la cama de una de las sólo 10 habitaciones. Y San Michelle me devolvió la sonrisa, porque nos tocó la habitación más bonita y elevada.
Aquella que ellos llamaban de ‘los enamorados’, con un balconcito privado colgado, literalmente, sobre el mar (‘sul mare’).
Soltamos las cosas sobre la marcha para sumarnos a la fanfarria que había afuera, y que seguía en ascenso por la subida al Castello, por no perdernos una… Y valió la pena.
Llegamos a lo que se conoce como la colina de Terra Murata, el punto más elevado de la isla y donde se encuentra la Abadía de San Michelle, quien salvó a la isla de los piratas sarracenos por lo que cuentan sus frescos.
Nuestra mirada casi podía abarcar el perímetro completo de esta diminuta isla de 4 kilómetros, y decir que las vistas con la isla de Isquia enfrente eran espectaculares, se queda corto.
El viento azotaba nuestros rostros, para ser final de septiembre, como si aquellos piratas sarracenos buscaran venganza. Pero la sensación de libertad te calentaba de sobra el espíritu, así que no podías dejar de mirar al horizonte.
La brisa traía además un aroma a verbena y a cítricos. Era realmente embriagador, así que nos giramos conscientes de que ese ácido dulzor no podía provenir del mar.
El brillante color amarillo, pero del amarillo más intenso que hayas visto jamás, se grabó para siempre en nuestra retina.
En el ‘tenderete’ gastronómico que se había montado como ‘fin de fiesta’ al aire libre, había algo en el centro de la mesa que llamaba la atención por encima de todo lo demás…
Sobre la bandeja, una montaña de lustrosos limones parecía otra colosal ‘Terra Murata’. Un apetecible bodegón del que, según vimos, se echaba mano para todo. Plato, postre y licor… El famoso ‘limoncello’ de Procida, con los mejores limoneros de toda Italia.
Cayó la noche entre risas y paladar, y hasta algún bailecito. Pero ya acostados, en verdad pareció que se abrieran los infiernos en el más idílico paraíso.
Yo no sé si los fantasmas de aquellos sarracenos desataron su ira o no, pero nunca antes vi una tormenta como la que azotó el cielo de Procida aquella noche.
Temí la posibilidad de una ‘casa sotto mare’, más bien, pues los relámpagos cruzaban de lado a lado el cielo, en medio de los que parecía el diluvio universal. Y los truenos no me dejaban escuchar ni mis propios pensamientos. (Casi mejor así, porque eran del tipo ‘apocalípticos’).
Yo ya estaba ‘en modo pánico’ cuando decidí que no se abrían más las contraventanas para satisfacer la curiosidad. No a costa de tirar por la borda, y nunca mejor dicho, la paz de espíritu.
(Quizá el Arcángel no me había devuelto la sonrisa, sino que se mofaba de mí).
Para gentes que viven de la mar, seguramente aquella tempestad era poca cosa, pero para los escasos turistas que visitamos Procida… Aquello superaba hasta las “20.000 leguas de viaje submarino” (Quizá también me lo pareció a mí en una noche sin luna).
Mateo, quien amablemente nos había recibido por la tarde y nos había acomodado ‘sul mare’, no pasaba la noche allí sino en su casa. De modo que si el cielo caía aquella noche sobre nuestras cabezas, nada podría evitarlo.
Recuerdo que me dormí de puro agotamiento, contando truenos en vez de ovejas. Pero ya se sabe… Tras la tempestad, viene siempre el buen tiempo y éste olía a limones. Otra vez.
Cuando salimos a la terraza a desayunar (con un cielo azul ‘mare’ y un sol tan radiante, que nadie hubiera adivinado jamás que llovió la noche anterior), allí estaba Mateo, con unos limones en la mano.
Todo lucía maravilloso, recién hecho. El desayuno se componía, íntegro, de productos caseros y artesanales. Y todo guardaba relación con el ingrediente estrella de la isla: el limón.
Para mi sorpresa, había confitura casera de limón, nueva para mí… ¡La mejor mermelada de toda mi vida! Era la mujer de Mateo quien la preparaba siguiendo la receta tradicional.
Y me hubiera alimentado sólo de ella, no los cinco días que pasmos allí, sino el resto de mi vida. Su intenso sabor, dulce y ácido a la vez, me hizo olvidar hasta a los piratas sarracenos de la estampa de San Michelle.
Mateo sonrió como el propio San Michelle cuando vio mi cara a la primera cucharada (así, cada día en el desayuno), por lo que me regaló un bote para el día que regresábamos.
Ya no volvió a llover pero, todavía hoy, cuando la lluvia hace su aparición, mis sentidos evocan el sabor de aquella mermelada de limón de Procida.
Leer el resto de los relatos:
1. Puerto de Las Nieves donde los besos eran robados con sabor a salitre.
3. Sicilia es irrepetible, pero el cine la hizo eterna.
4. Malta, en el Mediterráneo al encuentro de Corto Maltés.
5. Brindisi, el tacón de la bota de Italia que reina en el Adriático.
6. Santorini, la mayor belleza de otro tiempo.
7. Naxos, donde los sueños se vuelven azules sólo si te descalzas.
8. Ikaria, las alas de cera más longevas de Europa.
9. Patmos resucita tu boca en los cielos.
10. Calcídicas, los tres dedos de Eolo en el Egeo.
11. Príncipe, las islas turcas donde separas las nubes con las manos.
12. Acre, donde el mar se paró en Tierra Santa.
13. Mar Muerto, el gran lago salado en el desierto del Qumrán.
14. Mar de Galilea, donde el Pez de San Pedro pasa de plateado a dorado.