Patmos resucita tu boca en los cielos
Historias con huella, relato 9. La autora se reencuentra con Pericles recordando que "la felicidad está en la libertad y la libertad en el coraje", y acercarse así al misterio que llevó a San Juan Evangelista a escribir el Apocalipsis en esta pequeña isla del Dodecaneso
#NuevaNormalidad afuera de este laberinto, donde el tiempo parece haberse detenido a nivel global y en el que parece reinar un solo tema. Eso sí, con ‘corona’.
Hallemos pues el camino para salir de él, tirando del hilo de la memoria como uno de los mayores tesoros para no quedar sometidos al imperio de semejante monarquía.
Hagamos la revolución echando mano de los recuerdos para que nada, absolutamente nada, caiga en el olvido. Y lancemos los dados otra vez. Porque el último susurro que me dejó la brisa, al partir de Ikaria, lo trajo Pericles…
“La felicidad está en la libertad, y la libertad en el coraje”. Y no es que nos faltara de ambos, la verdad. Nos embarcamos de nuevo, ya que esos dados nos llevaban de isla a isla y tiro porque me toca.
Una vez más, el gran azul del Egeo marcaba la ruta y como habíamos unido ‘pitagóricamente’ bien los cabos del final con el principio, fuimos más allá.
Ya entre las aguas de las islas del Dodecaneso… ¿Cómo resistirse a asomarse al lugar donde empezó el fin del mundo? Hacia el sur más oriental de la placentera Ikaria estaba la pequeñísima Patmos, nuestro siguiente puerto.
Y la isla griega que alberga la gruta donde San Juan Evangelista escribió el Apocalipsis, al dictado de Dios, cuya voz se coló por una fisura en la roca. Directamente a su oído.
Dado que es el único libro profético del Nuevo Testamento, que constituye el de las Revelaciones como epílogo o final de esta obra eclesiástica… Sin duda, merecía la pena conocer el entorno que marcó tal acontecimiento.
Así que aunque San Juan recalara en la pequeña Patmos como fruto de un destierro, nosotros la abordábamos voluntariamente con los ‘flying dolphin’ marítimos como aliados. Realmente te sientes como un saltamontes sobre estas aguas.

Patmos con su pequeño puerto donde atracan los flying dolphin, verdaderos ejes de la cohesión insular griega.
Pero debo decir que, en medio de aquel azul infinito, mi primera visión de ese ‘fin del mundo’ fue la mayor ristra de esponjas marinas que puedas imaginar, puestas a secar colgadas de la techumbre de una pérgola.
Así que si algo estaba claro es que te ibas de este mundo ‘bien limpio y exfoliado’. Reluciente, o sea, lo que se dice con la piel más renovada y suave que la de un bebé.
Eran más grandes que la palma de una mano, redondas y llenas de toda la brisa portuaria, cuyos relatos seguramente habían penetrado por todos y cada uno de sus agujeros naturales, para entretenerte durante el baño.

Esponjas de Patmos, en un cesto, prueba de limpieza y buena exfoliación. Su calidad es única. Cuestan entre 2 y 3 euros.
La segunda pista clara es que partías después de haber hecho gala de una gran paciencia, como evidenciaban los señores mayores con sombrero (como mi abuelo), que aguardaban sentados durante horas.
La estampa de sus afables sonrisas en aquellas desvencijadas pero preciosas sillas azules, de madera y mimbre (a punto estuve de traerme una), dejaba claro que te marchabas sin prisas. Afortunadamente.
Y la tercera revelación, que dejó un rastro imborrable en mi primera impresión, fue que abandonabas la tierra que pisas después de haber aprendido a bailar sobre ella como el amigo universal de la literatura griega, Zorba. Mis pies se fueron tras la música del ‘sirtaki’ de una boda que se celebraba allí mismo en el puerto, según lo pisé.
Después de una epifanía en tres pasos tan mundana, ya estaba preparada para entrar en una gruta tan mística sin esa inmensa intimidación que me provocaba acceder al lugar de tales visiones apocalípticas.
Además, los cantos de otro cortejo nupcial (esta vez de unos novios ortodoxos rusos que peregrinaban con su ‘Pope’ y familiares más próximos), nos iluminaron sobremanera elevándonos a otra dimensión. De verdad…
Bueno, la gruta es realmente pequeña, claro. Pero de una belleza misteriosa, como si la luz emanara de dentro hacia afuera. Hay una roca que tiene la forma de un verdadero reclinatorio, como un pedestal natural.
En el techo, se aprecia una triple ranura, en referencia a la Trinidad y que se habría formado en el momento de las revelaciones y esa visión que tuvo San Juan del Apocalipsis.
Te sobrecoge, para qué negarlo. Además la iconografía ortodoxa y su ritual es siempre muy llamativo. Y no olvidemos los cantos de aquel cortejo ruso con el que nos tocó en suerte compartir el espacio de la diminuta capilla.
Por supuesto, yo lo interpreté como una señal y su plegarias fueron directas a mi corazón como verdaderas bendiciones…

Patmos, con una vista al atardecer que permite contemplar el monasterio de San Juan Evangelista en lo alto. (Foto Turismo de Grecia).
Todo el complejo del Monasterio de la Revelación es uno de los santuarios más visitados de la Cristiandad. Pero para nosotros la auténtica revelación fue la propia Patmos.
Cuesta comprender que una isla tan bonita, con unos colores tan vivos, pudiera un día ofrecer las visiones infernales del fin de la humanidad.
Quizá tenga que ver con ese sentido trágico de la vida que poseen los griegos, para quienes el peor castigo en la antigüedad era ofrecerles una visión de su futuro en cualquier oráculo, y conocer la fecha de su fin.
Pero más allá de toda su historia, que la lleva a ser conocida como ‘la isla sagrada’, está la hermosura de su orografía, el perfil de su ciudadela, el encanto de Chora (su capital), y por supuesto, las aguas de la playa de ‘Lambi’…
¡Madre mía! Es un crisol de colores bajo su cristalina superficie. Los cantos rodados o guijarros medianos de sus fondos son naranjas, amarillos y hasta rojizos…
En realidad, te invita a nadar hasta el mismísimo fin del mundo, o al menos hasta la roca de ‘Kallikatsou’ en otra playa, la de ‘Petra’, con su orilla de fina arena.
Una copa de vino naranja de la uva ‘Assyrtiko’, propia de esta tierra volcánica, te hace olvidar que pueda haber un final cuando llega el atardecer.
Y desde esta pequeña Bizancio o ‘la Jerusalén del Egeo’, como también se la conoce, sentados también en una silla azul, recuerdas los cantos rusos de la gruta y tus labios te hacen pensar en voz alta…
“Tu boca en los cielos”, como dicen aún hoy los descendientes de Sefarad haciendo frente a cualquier destierro. Así lo expresan cuando anhelan que cualquier bendición o buen deseo recibido, llegue a lo más alto y se cumpla.
Leer el resto de los relatos:
1. Puerto de Las Nieves donde los besos eran robados con sabor a salitre.
2.Procida la isla del limoncello que sedujo a Neruda.
3. Sicilia es irrepetible, pero el cine la hizo eterna.
4. Malta, en el Mediterráneo al encuentro de Corto Maltés.
5. Brindisi el tacón de la bota de Italia que reina en el Adriático.
6. Santorini, la mayor belleza de otro tiempo.
7. Naxos, donde los sueños se vuelven azules sólo si te descalzas.
8. Ikaria, las alas de cera más longevas de Europa.
10. Calcídicas, los tres dedos de Eolo en el Egeo.
11. Príncipe, las islas turcas donde separas las nubes con las manos.
12. Acre, donde el mar se paró en Tierra Santa.
13. Mar Muerto, el gran lago salado en el desierto del Qumrán.
14. Mar de Galilea, donde el Pez de San Pedro pasa de plateado a dorado.