Pan de vida más allá de la Basílica de la Natividad
#UnViajeUnInstante, relato 7. En su itinerario del mundo, la autora demuestra que los betlemitas son bulliciosos y, muchas veces, invisibles, salvo cuando se trata de elaborar pan
#UnViajeUnInstante y el viento sigue soplando, ese viento que tantas cosas trae. Trae olor a viajes y a rincones alejados en los que sus gentes se toman el tiempo de vivir, sin pensar en lo que el día le debe a la noche.
¿Pero qué le debe, realmente? Mejor no nos lo preguntemos nosotros tampoco y volvamos a aquel bendito lugar. A ese lugar hecho de pan y cielo. Esta mañana, el aroma a pan caliente me llevó de nuevo hasta allí.
Y eso que éste salía de la tostadora, sin otro misterio. Pero su aroma hoy, no sé por qué, engañó a mis sentidos y me condujo de nuevo a sus callejones. A aquellos callejones llenos de verdad.
Era pan recién hecho. Y no recién salido del horno, no, sino saliendo del horno en aquel preciso instante. En vivo. La misma masa llenándose de aire y, con él, de aliento para alimentar.

Los 2 panaderos palestinos de Belén, junto a la autora, en un establecimiento próximo a la Basílica de la Natividad, con el pan pita recién horneado. (Foto Espiral21).
Era el pan de la vida y sus hacedores vivían en Belén. Betlehem para ellos, los panaderos. Y también para el resto, los que no hacen pan. Los que transitan por una localidad bendita, relegada por el turismo de la ‘Basílica de la Natividad’ a las calles de atrás.
¡Centenares, tantas que se entrecruzan arriba y abajo, todas en cuesta!
Una ciudad pequeña que define su humanidad en cada escalón. Así es Belén, con todas sus contradicciones y todas sus dificultades. Enredada en sí misma como mismo lo están sus estrechas callecitas.
Dos mundos distintos a ambos lados de un muro, que está lleno de pintadas y ‘grafitis’ por el lado en que la gente ríe, y también llora. Viven. Pero no hay muros tras sus sonrisas.
Parecen gritar al mundo que no se puede encontrar la paz evitando la vida, a la que miran de frente, a la cara, guardando cada minuto. Dedicándole el tiempo que merece.
Son los betlemitas. Bulliciosos y, muchas veces, invisibles. Pero no aquel día… Olía a pan. Subíamos y bajábamos, de nuevo enredados por la curiosidad y guiados por el solano que, a decir verdad, marcaba nuestro cálido itinerario y evitaba el fresco de las calles en sombra (En las que había que echarse algo por encima de los hombros).
Pero, de pronto, mi nariz cambió el rumbo de la tarde. Sí, fue ella, debo admitirlo… Mi agudo sentido del olfato se puso en alerta ante el cálido y delicioso aroma a pan caliente que, de repente, flotaba en el aire.
No sé por qué este olor siempre es sustancioso, casi denso, igual que sucede con la ropa secada al sol. Es como si la fragancia también cobrara textura y circulara a la misma temperatura que el pan cuando sale del horno.
Es ese misterio que tienen algunas de las cosas que salen de la mano del hombre, llenas de fallos pero a la vez de mimo. Repletas de faltas pero también de ganas.
Y no negaré que el familiar aroma cambió la dirección de nuestros pasos, aunque ello implicara seguir subiendo sin saber bien adónde. Mi sentido del olfato tentó a la curiosidad y me prendó del todo, agarrándome literalmente por el ‘hocico’ como si de un perrillo que rastrea se tratara.
A la derecha, luego a la izquierda, bajé una escalera para volver a subir otra y tomé la delantera del camino. Parecía tarea totalmente imposible dar con la bendita puerta…

Dos sacerdotes griego ortodoxos, ante la basílica de Belén, junto a 3 peregrinas (incluida la autora) con columnas históricas depositadas en el suelo. (Foto Espiral21).
Pero allí estaba. Y sí, ¡era una panadería en medio de las casas! Asomé la naricilla por encima del marco de la ventana y exclamé: ¡Qué rico, es pan ‘pita’!
Mi rostro debió de ser más expresivo de lo que imaginaba porque tres muchachos que, a mis ojos, ayudaban a las piezas de pan a saltar huyendo del calor en aquella especie de ‘rotativa panera’, saltaron también en risas y me invitaron a pasar.
Y lo hicieron de la manera más sincera que hay, abriéndome la puerta de aquel otro santuario perdido, casi invisible, entre tanta humanidad. Tuve que bajar otros tres escalones para cruzar el umbral del pan, tan dispuesta como hambrienta de humanidad. De sencillos secretos, también.
Pusieron un pan en mis manos, en ambas. Porque iba de una a otra, saltando para lidiar con el calor que desprendía. Tan fresco como estaba, tan sincero como era.
Y lo que parecía su vacío de dentro, inflado como estaba aún de aire por el vapor del calor, era el hueco reservado al cariño que escondía tanta generosidad con la extraña que era yo. Una ajena que pasaba por allí y que se asomó para saber cómo olía la vida.

El contrapunto al sabor artesanal del pan. Eclosión publicitaria en la calle principal de Belén. Desde KFC a la cerveza Barbacán. (Foto Espiral21).
Para seguir leyendo
Relato 1. Charlotte en la Isla, un chocolate en París con aromas de Sri Lanka.
Relato 2. Belén hace de una franquicia de café un sueño propio.
Relato 3. Laguna de Naila, el paraíso de los colores infinitos e imposibles.
Relato 4. Agadir, la escritura con arena y sal de ‘Dios, Patria, Rey’.
Relato 5. Florencia y toda la suerte del mundo en el hocico de un jabalí.
Relato 6. Torre de Pisa, como un girasol que siempre te mira de frente.
Relato 7. Pan de vida más allá de la Basílica de la Natividad.
Relato 8. Turín, el ‘oficio de vivir’ del gran Césare Pavese.