Nuria Espert o la voz desnuda que desgarró el Cuyás
El pasado, siempre, traza nuestro presente. Siempre. Y sólo cabe mirarlo de frente. Al menos, si es que se quiere vivir el futuro en libertad. Y ser libre cuesta. A veces, una vida entera.
Todos somos espirales que nos conducimos, inevitablemente, hacia nuestro propio centro. Regresamos a él para conocer la verdad y curarnos. Curarnos de la verdad y también de la mentira en la que, casi siempre, se vive.
“El silencio siempre llega después de la verdad”, dice Nawal, la protagonista de ‘Incendios’. Pero lo dice cuando ya ha vivido y también cuando ya ha dejado de hacerlo. Lo dice la Nawal muerta, a través de su testamento y las cartas que deja a sus hijos. Un verdadero incendio.
Al menos, una llama que prenderá varios incendios y que comienzan en su infancia. “La infancia es un cuchillo clavado en la garganta”, dice el autor. Y cabría decir que duele más arrancárselo que cuando te lo clavan.
Podría afirmarse que lo fácil es acostumbrarse a vivir con él clavado. Acostumbrarte a tragar con él siempre en la misma posición. Una que ya conoces. A respirar, e incluso a modular tu voz como si algo, permanentemente, no la ahogara.
Pero ésa sólo es la facilidad del atajo, la de la apariencia. La del que pasa por la vida sin rebelarse y, por tanto, sin revelarse como ser auténticamente vivo. Emocionalmente completo justo cuando algo se rompe dentro de uno.
Tal y como le dice Nazira, su abuela, a Nawal, en el texto de Wajdi Mouawad: “Rebélate. No cedas nunca. Pero para rebelarte hay que saber hablar. Aprende a escribir. Aprende a contar. Aprende a hablar. Aprende”.
“Es tu única posibilidad de no parecerte a nosotras. Es preciso romper el hilo de la rabia. Aprende y vete. Deja el pueblo. Tú eres el sexo del mañana, Nawal. Arráncate de aquí”…Escucha Nawal de boca de su abuela.
Son tres mujeres de una misma familia. Tres generaciones distintas. Nazira, la abuela, Jihane, la madre (que la obligará a desprenderse de su hijo al instante de nacer). Y Nawal, nieta e hija de las anteriores, y protagonista indiscutible de la obra. En presencia y en esencia.
Tres mujeres que conocen su nombre pero no la belleza que esconden las letras que lo componen. No la fuerza de las palabras. Y como si el valor se saltara una generación, será Nawal quien se marche pero regrese al pueblo cuando haya aprendido a escribir.
Pondrá el nombre de su abuela sobre una lápida olvidada y saldrá en busca de su hijo. Al encuentro de su vida y de su muerte. ‘Incendios’ se sumerge en la existencia de una refugiada de no importa qué país y que huye de no importa qué guerra. Podría ser cualquiera. Podría ser hoy como ayer.
Porque ‘Incendios’ no sólo es la historia de ella, sino la de todos los implicados en contar esta dura historia. Y entender así el desamor que sienten unos hijos (hermanos gemelos), a pesar de que toda ella nace de un gran amor.
“Ahora que estamos juntos, todo va mejor”, resuena en el escenario. Son las únicas y últimas palabras pronunciadas por esta Nawal madre. Ya en su madurez y tras cinco años de absoluto silencio. Y así comienza a desandarse el camino. Y con él, el drama.
Un conflicto interno que nos pondrá hasta 23 personajes diferentes en escena (ocho magníficos actores). Un drama de impacto cuya dureza no renuncia al desgarro emocional, pero tampoco a la belleza de las palabras.
La emotividad del texto, el sentimiento que hay en cada diálogo atrapa al público desde el principio. El espectador se siente desvalido ante tanta intensidad espiritual.
Los hijos de Nawal son tan supervivientes de su propia vida como ella misma. De su verdadera vida…Y junto a ellos, la conocemos a fondo tras su muerte. Porque la vida puede ser más estremecedora que la muerte. Todos, de algún modo, somos supervivientes.
Todos aprendemos a escuchar el silencio de la verdad regresando al pasado. Este ‘flashback’ se logra a la perfección en el montaje de Mario Gas superponiendo escenas, a veces incluso simultáneas, sin ningún tipo de barreras temporales.
La transición así entre momentos de la existencia compartida (o no), es fluida, como la propia vida que discurre. El dominio del drama y el ritmo es absoluto sobre el escenario. La tensión contenida que se respira es constante durante toda la obra y mantiene el suspense.
De estructura brillante, la escenografía es fundamental. Bascula entre imagen y sonido con un panel central como único soporte, donde lo mismo se proyecta la casa familiar, el cementerio o un campo de refugiados, que la mira telescópica de un francotirador, la celda número 7 o lo escrito en las cartas de Nawal.
Nawal. Nuria Espert, el alma de una tragedia que desgarra el corazón. La voz desnuda de una mujer rota por un silencio lleno de lenguaje, cuyo relato comienza con la lectura de su testamento. Y la fuerza de una actriz inconmensurable.
“Uno más uno no siempre es dos”…Puede ser sólo uno. Y el hijo perdido acabar como verdugo de su propia madre, convirtiéndose en padre de sus propios hermanos. A veces, la verdad es como un gran velo blanco bajo el que todos cubrirse de la misma lluvia. Abrazados, rompiendo ese hilo de la rabia y atentos al silencio de la verdad.
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