Modelos de Botero en un ‘Hammam’ turco
Memorias de nuestros viajes, noveno episodio. La autora se sumergió de improviso en un ritual de siglos que habita en Cemberlitas, en uno de los corazones de Estambul. "Resultaba llamativo que un acto tan mundano como el bañarse pudiera devenir en algo tan placentero y hasta casi voluptuoso"
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… Recuerdo siempre esos momentos en los que la mirada del otro se complementa con tu curiosidad. Claro está que es ese ‘entrometimiento’ que chilla dentro de ti y empuja tus pasos, siempre un poco más allá, el verdadero causante.
Pero también es cierto que esa bendita curiosidad te mantiene vivo y, más aún, en plenitud con la vida. Alerta. Siempre alimentada por esas sensaciones únicas que convierten cualquier viaje en una nueva aventura.
Bien es verdad que, en esta ocasión, la culpa la tuvo Constantino. Sí, Constantino I el Grande… ¿Acaso no crees que las órdenes dadas por estos grandes ‘Hombres de Estado’, a lo largo del curso de la historia, puedan influir en nuestros pequeños pasos futuros?
Te sacaré pues de tu error… Si Constantino I el Grande no hubiera conmemorado la declaración de Bizancio como la nueva capital del Imperio Romano (allá por el año 330), con una espectacular columna de 52 metros de altura, para su propia gloria y honor en el centro de la plaza ‘Çemberlitaş’…
¡Ay Dios, lo que nos habríamos perdido y que alimentara tanto la alegría de vivir!
Lo cierto es que cuando llegamos a Estambul, tenía claro que una de las visitas imprescindibles sería la Columna de Constantino o ‘Columna quemada’, como también se la conoce por las muchas vicisitudes por las que ha pasado.

Estambul, con la columna de Constantino I el Grande, con 52 metros de altura. (Foto: Turismo de Turquía).
Situada entre el Palacio de Sultanahmet y la Plaza Beyazıt, ‘Çemberlitaş sütunu’ en turco, cerca como está del Gran Bazar, podría pasar desapercibida porque hoy es sombra de lo que fue.
Unos 20 metros más pequeña, sin la figura de Apolo que la coronaba, semi-derruida por terremotos varios, una tempestad enorme, un gran incendio en el siglo XVIII y un sinfín de saqueos… Podrían hacer de ella una ruina más.
Si no fuera por dos motivos, claro. El primero es para quienes la buscan, porque se dice que su base albergaba además un santuario que guardaba importantes reliquias del cristianismo.
A saber: un fragmento de la ‘Vera Cruz’, la cesta original del milagro de los peces, restos de las cruces de los dos ladrones que fueron crucificados con Jesús en el Calvario, y el frasco de alabastro que contuvo el aceite con el que María Magdalena lavó los pies de Jesús. Y hasta el hacha con la que Noé construyó el Arca…
¡Ahí es nada! Claro que entre tanta conquista desde que le fuera cambiado el nombre de Bizancio por Constantinopla, y tanto robo en el camino, hoy nos queda ‘Çemberlitaş’. Bastante diezmada y algo polvorienta, si pensamos lo que fue.
Y todo un nombre a tener en cuenta. Porque recuerda que te hablé de un segundo motivo. El primero era para quienes la buscaban y el segundo, para quienes además de eso, rastreamos guiados por esa bendita curiosidad.
La clave está en su nombre: ‘Çemberlitaş’. Y es que muchos creerán cuando preguntes por él en las calles, que tu deseo pasa por disfrutar de un ‘hammam’ o verdadero ‘baño turco’.
Porque allí mismo se encuentra el establecimiento más auténtico de todo Estambul para tomarlo, y recibe su nombre del histórico enclave en el que se halla … El ‘Hammam Çemberlitaş’.
Y para mí, sin duda, el mejor de mi vida. En una ciudad fascinante y embriagadora a la vez, que te seduce por los cinco sentidos. Quizá los seis, en realidad. Estambul te abre un sexto sentido.
Fue el primero y aún no he podido olvidar esa vez en que descubrí los placeres de un ‘hammam’ o baño turco. Su fachada no indica gran cosa, como suele suceder casi siempre con Oriente… (Pero lo mismo le sucedió a Aladino ante la cueva).
Al entrar tuvimos que separarnos, puesto que los hombres eran ‘despachados’ por un lado y las mujeres, invitadas, por otro. Después de pagar la módica cantidad de 20 dólares entonces (la lira turca fluctúa demasiado), cada uno recibió su bolsita y tomó su camino sin otra indicación.
Cruzamos el patio en direcciones opuestas y me encontré en un modesto saloncito, que combinaba una cama con dos ‘sillones de oreja’, una cocinilla en la que flotaba el aroma a té de manzana, y media docena de taquillas en el lado contrario.
Pero lo mejor fue quiénes me aguardaban y que hicieron entornar aún más mis ojos ante tanto descubrimiento…

Cemberlitas en el área de mujeres, en una de las pocas imágenes de su interior, tomada por la documentalista Jeanette Williams en 2009, merecedora de un premio internacional.
En la cama había dos mujeres recostadas, la una en sentido opuesto a la otra, bien acomodadas. Mientras que la tercera aguardaba en pie, apoyada en el medio murillo que contenía los dos fogones.
Todas estaban semidesnudas, esto es, sólo las cubrían unas diminutas braguitas en lo mínimo e imprescindible. Y lo de diminutas lo digo, no porque usaran tanga, sino porque las tres eran bastantes robustas.
Rebosantes, por no decir desbordantes, todas eran la fantasía ‘Amarcord’ de Federico Fellini, si no, las verdaderas modelos de los lienzos de Botero para toda la eternidad.
La verdad es que sus pechos podían criar gacelas al mismo tiempo, y sus nalgas eran cántaros que invitaban a una nueva definición de la curva. En realidad, tan sinuosas como sus sonrisas.
Pero con una familiar calidez que te confirmaba esa prometedora sensación de alimento, y no de deseo. Tomando té humeante, te arropaban como gallinas a sus polluelos, como auténticas amas de cría.
Se veía claramente a la primera que estaban acostumbradas a esa reacción inicial de sorpresa ante tanta naturalidad y ‘lozanía’. Y se limitaban a decirte un “todo fuera”, mientras señalaban la taquilla en la que debías dejar tus cosas.
Después de todo, hacía calor… Así que llegó el momento de descubrir qué contenía la bolsita: un jabón negro de Alepo (tienen aceite), unas ‘cholas’ de goma, un diminuto pareo corto de cuadritos o ‘Futah’, y un pedazo de tela similar en tejido al guante de Kessa.
Todo de ‘ida y vuelta’, menos ese mágico pedacito de tela blanco, de tejido misterioso y tan útil para un verdadero renacimiento de la piel…
Y así sin más, toda yo, a cuadritos ‘teja y blanco’ en las caderas, ingresé en un espacio blanquecino y abovedado, en medio de un neblina densa, rota sólo por los rayos de sol que se colaban en forma de estrellas y lunas por las cúpulas del techo.

Cemberlitas en uno de los grifos tradicionales para aprovisionarse de agua y humedecer el cuerpo. (Foto Turismo de Turquía).
Era un escenario mágico, como de relato de ‘Las mil y una noches’. Guiada por mi particular ‘Saraguina’ (en este caso turca y no italiana), me tumbé sobre el calor de la gran piedra hexagonal del centro, inmersa en aquella atmósfera.
Como si yo misma fuera una molécula más de una fórmula química exacta. Como otro elemento más del aliento de aquel enigmático universo, quedé sumida en una placidez casi ingrávida. Sin exagerar, la verdad.
Tan entregada estaba a los pedacitos de cielo azul que se colaban por los orificios de la bóveda, que olvidé mi habitual estado de ‘expectativa’. De modo que cuando mi personal ‘Madonna’ con ‘ojos de Bizancio’ me hizo una seña, tuvo que darme un toque en el brazo para que me enterara.
Comenzaba así todo el ritual del ‘hammam’… Enjabonar, frotar y masajear. Pero todo acompasado. Sus manos se movían suaves y enérgicas a la vez, con ritmo.
La armonía de sus brazos cada vez que elevaba al aire un particular saco de algodón para, una vez inflado de tanto vaho por la humedad, dejarlo escurrir a chorros blancos sobre tu piel… Era hasta misteriosa, con una cadencia pausada por el calor y el roce.

Cemberlitas permite disfrutar de un ritual de siglos sin noción del tiempo, sobre todo, cuando reposas sobre la piedra caliente de vapor. (Foto Turismo de Turquía).
Resultaba llamativo que un acto tan mundano como el bañarse pudiera devenir en algo tan placentero y hasta casi voluptuoso. Cuando crees que ya ha terminado, te lleva a un ábside lateral donde además te lava con suavidad el cabello.
Para luego terminar enjuagándote por completo con un pequeño cazo, de varias veces, claro. Nada de ‘a chorros’ disparados desde un grifo que te devuelva a la realidad. Por supuesto que no.
Entretanto, la luz ha seguido colándose pero en rotación, como un auténtico reloj solar. Y el permanente sonido de gotas de agua cayendo de un grifo que nadie termina de cerrar (intencionadamente, seguro), que sólo es ahogado cuando fuera, en el mundo, llaman a la oración.
Volví a la piedra central para secarme al calor, o para volver a transpirar… ¡Qué sé yo! A esas alturas de la completa fabulación ya no sabes en qué instante del ritual estás. Y tampoco te importa.
Perdí la noción del tiempo en un estado de embeleso absoluto. Totalmente embebida por el ambiente y entregada al estado de relajación, me dormí. De repente, oí que una voz femenina, sorprendida, me llamaba por mi nombre.
Con un vaso en la mano, me ofreció té de manzana para que me reincorporara poco a poco. Su acento me devolvió de Constantinopla a Estambul. Luego supe que habían transcurrido ya dos horas y que también ella se llamaba Nadia.
(Para seguir leyendo)
Relato 1. La tarde que busqué los caballos de la puszta húngara.
Relato 2. ‘Candomblé auténtico’ o cómo camelar a 50 turistas en Salvador de Bahía.
Relato 3. Fuí a bailar ‘Zorba el griego’ y me encontré con el seísmo de Atenas.
Relato 4. Jerusalén, un rostro distinto según la hora del día.
Relato 5. ‘Fumata Blanca’ y Roma entera corrió hacia mí.
Relato 6. Nikko y los 3 monos del puente rojo.
Relato 7. París guarda mi secreto en Hotel Du Nord de Laurent y Farid.
Relato 8. Los dátiles de Auschwitz en un tren por Polonia.
Relato 10. La oreja de Dionisio escucha los secretos de Sicilia.
Relato 11. Laponia me regaló el ‘Sol de Medianoche’.
Relato 12. Giza me sostuvo en la eternidad unos segundos y Aicha me trajo de vuelta.
Relato 13. Petra y mucho más allá del desfiladero.
Relato 14. Venecia enamora más si la Luna es de pomelo.
Relato 15. Pekín, la ciudad de recuerdos color marrón.
Relato 16. Win Wenders me mostró al ángel de Berlín en un hotel de 2 estrellas.
Relato 17. Essaouira el tango de las gaviotas.