Maracuyá con yogur de Florencia al Antico Caffé de Vegueta
#AguardoElDía, episodio 1. Y mientras espero que suene ese tango en la Plaza Maidán de Kiev una mañana de sol, después de comprobar que el mar sigue ahí y que las olas no son suficientes, también yo me siento en el borde. Pero no para memorizar los surcos, sino para crear otros nuevos
#AguardoElDía… Y mientras espero que suene ese tango en la Plaza Maidán de Kiev una mañana de sol, después de comprobar que el mar sigue ahí y que las olas no son suficientes, también yo me siento en el borde.
Pero no para memorizar los surcos, sino para crear otros nuevos. Porque no puedo dejar el resto del sueño por vivir ni renunciar a más colores. Al fin y al cabo, todos tenemos el corazón hambriento.
Es el tiempo. De seguir, como el mar que no conoce lugar aunque llegue a todas las orillas, pero sin saber de destinos. Así que, de nuevo, abrí la paleta del arco iris al completo y me asomé al lienzo en blanco, para volver a empezar.
Y sin la mirada gacha, para no perderme nada entre mareas ni llevar a cuestas el dolor del tiempo. No más. No es el mío, aún. Elijo la vida y el viento mientras éste me venga de cara.
Y cambio la mañana por la tarde, justo cuando el viento que ahora sopla tórrido ya no te enoja el rostro, sino que te lo entibia y te tiempla la mirada. Entonces, los colores son otros y son los pensamientos los que caldean tus sueños.
Quizá sea a la inversa, quizá los segundos te enciendan y alienten los primeros. En cualquier caso, elegí una simple terraza, una cercana, para recordar que el mar seguía ahí, esperando que yo moviera ficha.
En el número 5 de la calle Obispo Codina, sin salir de Las Palmas, dos colores y dos sabores me llevaron lejos. De viaje por mi memoria y hasta ese lugar en el que todo sabe de ese otro modo, como las cosas que se saborean a escondidas.
Una sonrisa y un helado. Bueno, ‘un sorriso e un gelato’, para ser exactos. La primera, de Massimo, y el segundo, también. Estamos sentados bajo el ‘resol’ y a la fresca en la terraza del ‘Antico Caffè‘, a esa hora en la que el día se resiste aún a llamarse de otro modo.
Y en ese instante en el que la luz cambia y te hace entornar los ojos, Massimo me invitó a ir de viaje, sin sospecharlo siquiera. Quizá sí… “Tengo un nuevo sabor”, se chivó su mirada centelleando de azul la gustosa sorpresa reservada a la merienda.
“Maracuyá… ¡Pruébalo con el de yogur!”, sentenciaron sus labios. Ciertamente, la tarde se había puesto de yogur y maracuyá, según convinimos los tres al momento. Sólo entonces, el primer lengüetazo de aquel ‘bello gelato’, amarillo girasol y blanco, coloreó mi memoria.
Salpicó mis recuerdos de modo que el azul y amarillo volvieran a hacerme sonreír, al evocar una ciudad sin banderas y distinta a la mía. Y me llevó hasta Italia, claro. A Florencia, más exactamente.
Cerré los ojos (ya entornados), y sin moverme del número 5 de esta calle en cuesta que domina el barrio de Vegueta, yo volé hasta el ‘Ponte Vecchio’ y lo crucé.
Continué, presa como estaba de este nuevo amarillo, por el empedrado de sus calles hasta ‘Ballerini Pasticceria Cioccolateria’… Y allí estaba yo, sentada en el bordillo de una acera florentina, disfrutando de lo que la vida te ofrece.
Sólo entonces recordé su sabor, ése de las cosas tomadas a escondidas, con la ilusión de la primera vez. Abrí los ojos con todo el viento que traía dentro de ellos y estaba aquí. Le devolví la sonrisa a Massimo con el mismo sabor, el de la vida que aguarda el día.
Para seguir leyendo:
Episodio 2. Trentemoult, a sólo 10 minutos de Julio Verne.
Episodio 3. Bayona y la playa de ‘La Barra’cambian la rotación de la tierra.
Episodio 4. Biarritz me regaló la espuma del mar.
Episodio 5. Lyon es capaz de crear una piscina de bolas sin agua.