Mar de Galilea, donde el Pez de San Pedro pasa de plateado a dorado
Historias con huella, relato 14. La autora desvela uno de los secretos gastronómicos de la atareada cocina de Tiberiades, presente de orilla a orilla en unas aguas que se sumergen a 200 metros
#NuevaNormalidad y sin gaviotas para guiarme… Imposible verlas sobrevolar aquellas calurosas aguas del Mar Muerto donde, además, nada podían pescar.
Así que tenía que volver sobre mis pasos, allí donde dejé atrás sus miradas, las de las gaviotas. Aunque sólo fuera para saber dónde irían.
Y la idea de que en aquellas mismas tierras hubo un día quien caminó sobre las aguas… Hizo el resto. Nos quedábamos en Israel para seguir bañándonos en sus aguas, en aquellas donde sí pescaban las gaviotas a pesar de ser dulces, y no saladas.
Después de todo, creo que teníamos sal ya para el resto de nuestra vida. Además, la aventura y el destino van juntos de la mano, siempre.

Ocaso en el mar de Galilea desde un montículo. Una de las imágenes más buscadas por los turistas. (Foto E21).
Remontamos el río Jordán hasta llegar al otro mar que también alimenta, el Mar de Galilea o Lago Tiberiades… Quisieron los discípulos cruzar al otro lado, a Cafarnaún, pero soplaba un fuerte viento y el mar se agitó.
“Soy yo, no teman”, dijo mientras caminaba sobre las aguas acercándose a la barca (Juan 6, 16-21). Allí estábamos, navegando en el centro del lago de agua dulce más grande de Israel.
Y es que el Mar de Galilea es, en realidad, un gran lago de unos 60 kilómetros, aproximadamente, por debajo del nivel del mar y orillas arenosas por las que pasear.
(Por cierto, su forma redondeada es casi la de un corazón perfecto).

Galilea en el mapa con los principales puntos de interés turístico y religioso. (Imagen Turismo de Israel).
Pero la verdad es que si por algo estábamos allí era para comer ‘el pez de San Pedro’. Porque si ellos pudieron llenar sus redes… ¡Era cuestión de probarlo, ¿no?!
“(…) Vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estáter (pieza de cuatro dracmas). Tómalo y dáselo (a los recaudadores), por mí y por ti”. (Mateo, 17-22-27).
Por fortuna, nosotros no tuvimos que abrirle la boca al ‘pez de San Pedro’ para sacarle nada antes de comérnoslo. Entero, acostado en toda su extensión sobre el plato y mostrándonos el por qué los árabes lo llaman ‘peine’…
Con su larga aleta dorsal casi hasta la cola se ha hecho merecedor de llamarse incluso ‘peineta’, llegado el caso. Y toda una tropa de papas fritas apuntando con la mirada en su dirección… Como si hubieran sido ellas las multiplicadas, literalmente.
Así, sin más, se sirve. Suculento y a diario, con ligero pero delicioso pan ‘pita’. Tibio, si estás de suerte y te lo acaban de traer recién hecho del ‘kibbutz’ cercano.
El verdadero milagro es que estos peces de San Pedro o ‘tilapias’ no dejan de llegar a la mesa en Galilea. Plateados cuando salen del agua y dorados, cuando desembarcan fritos en la mesa (buenísimos).
Pero no llegamos al Mar de Galilea o Mar de Kinneret así, sin más. Cierto es que hicimos lo mismo que otros en el pasado… Nos subimos a un barco con Pedro para cruzar a la otra orilla.
¡Ya sé lo que estás pensando! Pues no, no hay ningún tipo de fabulación en este relato. Y sí, quiso el destino que nos embarcáramos en la aventura de navegar por las aguas del Lago de Tiberiades con un pastor también llamado Pedro (quien, por cierto, era de buen comer y adoraba el pescado).
Resueltas las dudas de que estas cosas pueden suceder (y suceden), te contaré que Pedro era, por encima de todo, un gran conversador.
De castellano regio y pocas sonrisas, pero más de media vida a sus espaldas siguiendo las huellas del cristianismo en Israel, enseguida, se convirtió en el anfitrión perfecto aquella jornada.
Empezó temprano, porque pocas estampas hay más bonitas en este mundo que la paz brindada por un amanecer sobre el Mar de Galilea. De verdad, créeme…

Amanecer a las 05.30 en Galilea, en contraste al atardecer. La foto está realizada desde el mismo montículo. Foto E21).
Da la sensación de que su superficie sea un fino cristal donde el alba se asome a mirarse con la misma curiosidad cada mañana. De tal modo que parece no quedarte claro de dónde viene aquella luz, si de abajo o de arriba.
Se produce un instante realmente mágico en el que Galilea y el cielo son la misma cosa… Son las dos caras de un mismo día. Un día que arranca lleno de todo. Pleno, sobre todo, de promesas.
Muchas son sus vistas dependiendo de a qué tramo de orilla te arrimes, o a qué llanura subas para contemplarlo desde lo alto. Desde luego, cuando lo miras desde el Monte de las Bienaventuranzas, entiendes aquello de que “los últimos serán los primeros”.
Tendrá que ser así por fuerza, y tan sólo confías en que suceda en un lugar como aquel, ante la placidez de sus aguas. Bien es verdad que, según nos contó Pedro, los vientos que bajan de las montañas en la zona también podían hacer de las suyas, y transformar aquella balsa en un peligroso vaivén… (Pues casi como la vida, ¿no?).

La autora, en el centro, junto a otros componentes del viaje en el que conocimos a Pedro, con el mar de Galilea al fondo. (Foto E21).
Pequeños puertos jalonan ambas costas, norte y sur, con sus embarcaderos de madera, a los que siempre apetece asomarse. Porque hay aguas que siempre te invitan a acercarse. Así es Galilea.
Y sin saber bien por qué, al instante siguiente te ves descalzándote para aunque sea mojarte los pies, como algo instintivo. Pedro sonreía al verme hacerlo, porque aunque ya estaba acostumbrado, le alegraba el entusiasmo espontáneo.
Seguramente ayude el hecho de que el aire siempre parece templado en Galilea, aunque sople el viento. Acaso sean las promesas que flotan en él las que condensen su calidez… Estoy convencida.

Mar de Galilea está a 200 metros bajo el nivel del mar, como señalan los carteles informativos en hebreo. (Foto E21).
Debía mi cara expresar algo de esto porque la altura del agua ya había mojado también mis pantalones y, sin embrago, fue la voz de Pedro la que me avisó: “¡Eh, canaria, cuidado, que más que canario, pareces jilguero!”.
Dijo con su sonrisa ladeada, siempre hacia el mismo lado izquierdo. Yo había perdido literalmente el ‘tino’ recogiendo conchitas desde la orilla hacia adentro. Y eso que aún no nos habíamos embarcado.
Llegó el momento y la luz, caprichosamente, cambió. De repente, el viento sopló más de lo normal de aquella soleada mañana, y el barco cogió más brío.
De pronto, la tierra nos pareció tan pequeña y aquellas aguas tan inmensas, que tuve la sensación de que no había nada más grande en este mundo que el Mar de Galilea. Se convirtió en el centro mismo y el resto desapareció.
Pedro mandó parar el motor del barco y nos quedamos en absoluto silencio… ¡Qué atronador puede ser para el corazón cuando algo así sucede!
En verdad soy incapaz de decir cuánto tiempo estuvimos allí parados ¿Flotando o a flote del mundo? Diría que ambas cosas. Cruzamos unas sonrisas (la de Pedro a medio lado, a la izquierda), y soltó sin más un “bueno, ya está…¡Arranca!”.
Yo solté un suspiro y seguimos navegando. Aún guardamos silencio un poco más. Las palabras bullían, pero eso era dentro de cada uno.
Fue entonces cuando Pedro preguntó: “¿Alguno ha comido ‘el pescado de San Pedro’? ¡No se parece a mí, eh! Yo soy más chico”.
Supongo que de alguna manera había que salir de aquel ensimismamiento en el que habíamos entrado y, al madrugar tanto, ya había hambre.
Hambre de pescado y también de milagros, por qué no. Yo sonreí, de lado a lado. Pedro también.
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12. Acre, donde el mar se paró en Tierra Santa.
13.Mar Muerto, el gran lago salado en el desierto del Qumrán.