Los dátiles de Auschwitz en un tren por Polonia
Memorias de nuestros viajes, octavo episodio. La autora dejó atrás la ciudad de Walesa para cruzar el país, pero en los vagones a Varsovia se sentó junto a un superviviente de los campos de exterminio que hablaba español y que en su luna de miel viajó a Barcelona para reiniciar el camino de la vida. Se llamaba Asher
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… Reivindico siempre las anécdotas en esta serie de relatos para una cuarentena, pero las compartidas.
Aquellas que, también siempre, nos devuelven la presencia de alguien en el tiempo. Alguien que sin pretenderlo se convierte en el personaje inesperado de aquel viaje.
Aún más, en el protagonista de una de esas vivencias que más relevancia tendrá ya para siempre en tu propia vida. Inevitablemente, te preguntas si también tú habrás causado tal impresión indeleble en su recuerdo.
Diría que sí. Al menos en aquella ocasión, sí. Y Asher volvió a sentir, de alguna manera, que toda su familia volvía con él a casa. Sucedió en un tren que atravesaba Polonia…
¡Sí, lo sé, Polonia es grande!
Ya lo sabíamos el día que salimos de Berlín con la intención de acabar en Budapest, cruzando toda Polonia.
Y ésa era la idea… Descubrir Polonia en tren durante tres semanas.
Todo un reto, porque cuanto te voy a contar sucedió justo un año antes de que el país se incorporara a la Unión Europea, pues el deseo era sumergirnos en la patria de Lech Wałęsa antes de que se sumara de pleno a esta Torre de Babel que es Europa.

Estación de tren de Gdansk, al norte de Polonia, la ciudad de Walesa. Comenzaba la historia de Asher. (Foto Turismo de Polonia).
Y precisamente, fue en la ciudad que le dio la fama al premio Nobel de la Paz, donde primero pusimos pie en tierra polaca. En Gdańsk, cuyos astilleros brindaron relevancia mundial al ‘Movimiento Solidaridad’.
Pero no es ésta nuestra historia, al menos no la de la anécdota que compartimos con Asher. Y es que, a veces, el olvido puede ser tan atronador como la memoria.
No así para Asher, quien se convirtió en mi principal recuerdo sobre Polonia ya para siempre.
En Gdańsk cogimos nuestro primer tren polaco (recuerda que salimos de Berlín, es decir, en un tren alemán). Y esta matización no tendría mayor importancia, si no fuera por los años que han transcurrido desde entonces.
Nuestro tren con destino a Varsovia era lo que se dice ‘de película’, pero de las de ‘antes’, claro, y en todos los sentidos. No diré que de ‘las antiguas’, y sin embargo, lo suficiente para que pensemos en un Hércules Poirot investigando el asesinato en el ‘Orient Express’…
Naturalmente, sin su ‘glamour’, pero con todo el encanto de este mundo, que ya lo querría para sí la industria cinematográfica de Hollywood.
Su aspecto, la altura de sus escalones para subir a él, el brillante barniz de la madera del interior de sus vagones y, por supuesto, la dificultad para pasar de uno otro hasta encontrar la carroza correcta de tu asiento (Requería de cierta agilidad).
Toda una aventura que se hacía inquietante aún antes de empezar, sobre todo, por el nerviosismo que te provocaba la estampa de confusión de gente que iba y venía alborotadamente, con toda clase de enseres.
(Y cuando digo ‘toda clase de enseres’, es literalmente, “toda clase de enseres”, tanto materiales como vivos. Aclaro, lo mismo había señoras cargadas de fardos que señores con jaulas de gallinas que no paraban de sacudir las alas).
Enseguida comprendimos que en ese ‘ir y venir’, había gente que viajaba de pie, esto es, sin asiento. Y por ello, algunos deambulaban más que otros. Pero debo aclarar que la inquietud tornó en simpático agrado al momento.

Polonia desde el tren ofrece una coreografía plástica ordenada, casi tanto como el ir y venir de los pasajeros de la ruta que de Gdansk a Varsoria. (Foto Turismo de Polonia).
Había una coreografía perfecta entre los sacos de papas y las gallinas, las maletas y las cestas de manzanas verdes. Pero, por encima de todo, una afable cordialidad entre quienes portaban una cosa u otra. Nadie tropezaba con nadie, aunque lo hicieran, claro.
Lo que se dice una humanidad infinita que se respiraba en aquel tren. Una armonía intangible flotaba en todo el tren a Varsovia, y parecía auspiciar un viaje prometedor en algún punto de aquel largo y estrecho corredor.
Encontrada al fin nuestra carroza, identificamos el compartimento de nuestros asientos. Corrimos la puerta de madera, acristalada en su mitad superior, y saludamos con una sonrisa y nuestro ‘parco polaco’ de cortesía al único ocupante, que ya estaba sentado junto a la ventanilla…
Asintió con la cabeza y nos devolvió la sonrisa, tímidamente pero generosa en su expresión. Tenía su mano derecha en el cristal, pero no apoyada sino delicadamente, como quien acaricia una imagen en el reflejo que sólo él puede ver.
Extendiendo su brazo izquierdo, nos hizo ademán de que pasáramos y nos acomodáramos. Pero sólo con el gesto, sin pronunciar palabra. Mis ojos se fueron a la ventanilla, claro… Sin embargo, ambos nos sentamos junto a él.
Porque desde el primer minuto, me percaté de lo tremendamente alto que era este señor de unos setenta y pico años. De modo que, de haber ocupado el asiento frente a él, nuestros pies se habrían estado entrecruzando todo el largo trayecto que aún teníamos por delante.
Hubiera sido una situación del todo incómoda y, seguramente, algo embarazosa para él, alrededor de cuyos ojos se dibujaba de mil surcos la tierna mirada de un abuelo que ha vivido mucho…
Total que, sintiendo un profundo respeto por quien nos acogía con agrado para un largo viaje, que aún nos aguardaba por delante, renuncié tácitamente a la ventanilla.
Después de todo, la gran ventana (de ésas que se bajan o suben del todo), lucía reluciente. Era como un cuadro que fuera a mostrarme toda Polonia entera y de una sola vez.
Por el momento, sólo estábamos los tres en nuestro compartimento, aunque sabíamos que había un sinfín de paradas en el camino. Así que el viaje se prometía como una tarta aún por partir…

Polonia ocupa una gran extensión rural que la convierte en la principal productora láctea de Europa. Los campos verdes llenos de vacas son una estampa habitual en el recorrido ferroviario. (Foto Turismo de Polonia).
Ambos estábamos más que distraídos con el verde paisaje por el que, a cada rato, se colaba algún animal, lo cual a mí me tenía totalmente entusiasmada. Ciervos, conejos y hasta algún jabalí creí ver entre matorrales.
Se me hizo una fiesta y, la verdad, soy de las que le cuesta disimular el entusiasmo. Así que, en varias ocasiones, pude ver por el rabillo del ojo que a nuestro amable pero ensimismado compañero de viaje, se le escapaba más de una sonrisa al sentirme contenta.
Aún conservaba algunos cabellos oscuros entre sus mechones blancos. Peinado hacia atrás, se le veía que había disfrutado siempre de una cabellera abundante, con sus patillas correctamente perfiladas, anchas.
Sus facciones eran muy marcadas, tanto la mandíbula como la nariz, pero el óvalo de su rostro era de suave curva, lo que le daba una expresión dulce a su semblante.
De tez morena, se le notaba que en su ascendencia había alguna historia que escapaba más allá de las fronteras de Polonia, y que en su cuaderno de viajes habría más de una sorpresa. Seguro.
Sus manos eran largas, me hacían recordar a las del retrato de Liszt de mi libro de música. De vez en cuando, volvía a acariciar el cristal de la ventana. Pero, curiosamente, parecía disfrutar de nuestra conversación privada.
A la hora y media de trayecto, más o menos, subieron dos nuevos pasajeros a nuestro compartimento. Y éstos sí eran inequívocamente polacos, los dos. Se sentaron enfrente, claro. Estaba entero libre.
Y por más surrealista que pueda parecer, llevaba cada uno una gran canastilla, de esas antiguas de ‘picnic’, rebosantes de setas. Sí, setas de todos los tamaños a decenas, si no centenas.
Estos dos polacos habían salido a recoger setas y estaban de regreso. Se encontraron frente a dos turistas con unos pantalones demasiado cortos para ser septiembre, y unas piernas demasiado bronceadas como para proceder de algún país siquiera cercano.
Y yo no sé si fue la visión de aquellas setas tan jugosas o la ráfaga de olor a campo que entró junto con ellos, que nos dio hambre y nos acordamos de la bolsa de dátiles israelíes ‘Medjoul’, que un amigo de Las Palmas nos regaló antes de emprender este viaje.
(Supo que nuestro plan iba ligado a trenes y a la improvisación, y le pareció un buen tentempié para cualquier momento). Y desde luego que lo fue.

Varsovia, capital polaca, se antojaba cercana pero quizás no queríamos descender del tren junto a Asher. (Foto Turismo de Polonia).
Sacamos la bolsa y, dado que todos compartíamos la misma cabina de viaje, los convidamos a los tres. Bueno, a los amantes de las setas tuvimos que explicarles que se trataba de una fruta… ¡Y cuidado, que tenía pipa dentro!
Porque no sabían qué eran aquellos ‘almendrones’ de color marrón oscuro, blanditos, carnosos y tan pegajosos, según metieron los dedos en la bolsa. (Menos mal que la bolsa era transparente para evitar mayores sorpresas o decepciones).
Pero a nuestro compañero contiguo de asiento, a nuestro altísimo y ensimismado amigo que, claramente, disfrutaba con la alegría de mi risa… No hubo que explicarle nada porque al fin, habló.
¡Son dátiles! Exclamó como un niño a la hora de la merienda y, de golpe, su rostro pareció rejuvenecer casi 20 años. “Me acuerdo de ellos”, añadió . Y cohibido, pero deseoso, tomó uno dejando a un lado la timidez.
¡Habla español…! Saltamos en el asiento nosotros. “Un poco, sí. Pero lo entiendo casi todo porque en casa de mis abuelos, y luego en la de mis padres, se habló siempre ‘ladino’… Ellos eran descendientes de sefardíes venidos desde España”.
“Y yo, en mi viaje de ‘luna de miel’, fui a Barcelona con mi mujer. Todavía me acuerdo de las palmeras de su Plaza Real”… Los dátiles le hicieron recordar y sus ojos brillaron llenos de alegría con el fruto de la amistad, que lucía más pequeño entre sus dedos.
Nos dijo su nombre y nos contó su historia, la cual no he podido olvidar hasta hoy, como su rostro. Y diría que hasta el tono cálido de su voz durante el relato de su vida.
Asher era un superviviente de Auschwitz que, a pesar de todo, no había querido abandonar Polonia. En verdad, por qué huir de allí donde ya has sobrevivido a tu propia muerte…

Auschwitz, visitado por vez primera por Angela Merkel. Una visita histórica para dar testimonio de lo que no debe pasar. (Foto DW).
Porque Auschwitz era exactamente eso, la muerte en vida. Pero Auschwitz también es la supervivencia de la memoria por encima del silencioso olvido del mundo.
De repente recordé una de las frases que siempre me habían impactado del ‘Diario de Ana Frank’… “No pienso en toda la miseria, sino en toda la belleza que aún permanece”, escribió la joven judía en su cautiverio.
Era evidente que Asher pensaba también en la belleza de la vida que permanece, siempre, y que ello le daba fuerzas, sin duda. Allí estaba, saboreando un dátil y recordando las palmeras de su viaje de novios.
Contento de escuchar el español, porque él ya no habló ‘ladino’ con sus hijos. Feliz con el sabor recuperado de un dátil y resuelto para comer otro más. Venció a la muerte y supo construir otra vida después de Auschwitz.
Perdió a sus padres en Auschwitz pero fue padre después del horror… Casi no podíamos ni imaginarnos a un hombre de aquella altura, con los 32 kilos que nos contó que pesaba cuando salió del temible campo de exterminio, una y mil veces maldito.
De repente, no sé cómo, ya habíamos llegado a Varsovia casi sin darnos cuenta, entre el dulzor de los dátiles y la amargura de lo vivido. Entre lágrimas pero también con la alegría de lo compartido… La vida en un instante.
Al llegar a Varsovia, Asher estaba tan feliz que nos presentó a su hijo, que lo esperaba en el andén. Muy alto también, no entendía qué retenía a su padre al pie de la vía.
Asher no quería despedirse aún, y la verdad es que nosotros tampoco. Pidió a su hijo que nos recomendara un hotel, pues aún no teníamos, y resultó ser estupendo.
Encorvándose ligeramente, nos dio un abrazo y nos pidió, con los ojos bañados en lágrimas, que nos cuidáramos mucho y que siguiéramos viviendo intensamente. (Y que no perdiera nunca la sonrisa).
Yo me puse de puntillas para darle un beso y le regalé la bolsa con los dátiles que nos quedaban… Al regresar a casa, busqué el significado de su nombre en hebreo. Era felicidad.
(Para seguir leyendo)
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