La tarde que busqué los caballos de la ‘puszta’ húngara
Espiral21 inicia una serie de relatos sobre la memoria de nuestros viajes. Si repasamos la vida, descubriremos que está llena de anécdotas compartidas. En el primer episodio, un helado de melocotón salvó a la autora de unos zíngaros a los que jamás vio
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa,… Si repasamos la vida, descubriremos que está llena de anécdotas compartidas. Aquí y allá. Tal y como manda una buena aventura. Soñemos pues con el exterior rascando en nuestros recuerdos…
¿Y si adentrarnos en la memoria de nuestros viajes fuera tan gratificante como llevarlos a cabo?
A mí me pasó en una tarde de verano buscando los caballos de la ‘puszta’ húngara. Bien es verdad que por aquel entonces yo aún tenía una idea casi tan romántica como los propios húngaros de esa ‘Gran Llanura’.
¡A ver… a ti también te habría pasado! Sobre todo, si hubieras visto a unos vaqueros-acróbatas cabalgando cinco caballos al viento, todos a un mismo tiempo, mientras suenan los violines zíngaros.
Es lo que suele pasar con muchos programas de viajes ofrecidos en la tele. (¿Es que soy yo la única en confesar que jamás se ha comido unos espaguetis con tomates ‘cherry’ y albahaca como los que le hacen las ‘nonnas’ a Jamie en la Italia profunda?).
Dada a la ensoñación como soy, tuve claro que no me iba a conformar con una foto en el maravilloso ‘Puente de las Cadenas’ de Budapest, o darme un baño en el balneario Gellert de los ‘cuerpos Danone’.
Había que añadirle algo de emoción aventurera a la del propio viaje en sí, atravesando Hungría en tren justo un año antes de que el país entrara en la Unión Europea.
¡Y vaya si la encontramos!
Así que volvamos a la historia de los caballos y los morenos jinetes zíngaros que, por supuesto, bailaban tan bien como cabalgaban de pie sobre los caballos, pasando de un lado a otro del lomo del corcel (Por ahora, imaginario).
Por toda información disponía de una geolocalización, facilitada por ‘Google Map’, como la más próxima a la región donde los pastores eran, además, intrépidos jinetes de unos caballos que trotaban en libertad.
Y eso sí, un recorte de un reportaje fotográfico en el que el atardecer era casi tan mágico como la luz de la hoguera donde éstos se congregaban al terminar la jornada.
(Menos mal que también había una segunda foto donde aparecían los caballos y la palabra húngara ‘puszta’, del todo intraducible para el resto de la humanidad, al menos en su verdadero sentimiento).
Pero con idéntico alfabeto latino para poder preguntar. (¡Menos mal! Si lograbas pronunciarla correctamente, claro).
¿Y qué relación podría tener uno de estos caballos salvajes con un helado de sabor melocotón a la hora de la siesta en medio de ninguna parte?
Pues toda, aunque no sea de mis favoritos. Para empezar el inmenso calor de la ‘puszta’… ¡Era peor que cierto! La verdad, no me extraña que los caballos estén sueltos, pues con semejante sopor, no irían muy lejos.
Por no hablar de que huir de uno de esos ‘tours’ en grupo con show organizado, y montártelo por tu cuenta eligiendo el tren como transporte público sin hablar ‘magyar’ (seguramente, la más desconocida de las lenguas urálicas), conlleva sus riesgos.
Sobre todo, en un momento en el que, en la estación principal de Budapest, aún se consultaba los horarios y frecuencias de los trenes en un rodillo de papel que tú mismo girabas…
(Y no, no es una película. Aún faltaba tiempo para personajes como ‘Bourne’).
Lo sé. Aquello ya debió frenarnos, o no. Más bien, nos alentó por auténtico, claro. Era la primera vez que, sin abandonar Europa, descubría que un tren que salía de una gran capital podía terminar en una ‘parada de postas’.
Un verdadero apeadero como última estación, que hacía las veces de ‘hub’ rural, y cuyos últimos 90 minutos sólo había recorrido unos escasos 30 kilómetros, a una velocidad que no permitía que ni el aire corriera.
Y aquel calor estival… A Dios gracias, cuando el tren se detuvo, los agricultores que se bajaron con nosotros eran tan amables que, sin entendernos una sola palabra, comprendieron que estábamos perdidos.
Ellos se mostraban encantados, eso sí, de que dos turistas se hubieran interesado hasta tal punto por su país, hasta adentrarse en casi la ‘Gran llanura’.
Hasta que saqué el recorte, claro. Entonces descubrieron el gran error. Lo pronuncié mal, por supuesto. Pero no voy a negar que la primera reacción cuando entendieron que era la ‘puszta’ lo que yo buscaba, fue de una chispa de fuego en sus miradas.
Un orgullo que, más que patrio, nacía de la pasión de unos corazones vivos. Pero… ¡Aterricemos! La siguiente reacción fue una sonora carcajada entre todos ante la posibilidad de que allí… Yo fuera a encontrar ni caballos ni jinetes.
Por suerte, el mismo tren hacía el recorrido a la inversa. Pero sobre la marcha y hubo que pegarse una ‘carrerilla’. Nos bajamos en la primera localidad de vuelta, sin saber su nombre ni importarnos, la verdad.
Necesitábamos estirar las piernas y caminar por una calle-calle, aunque no supiéramos dónde estábamos. Desfallecidos, deambulamos durante un rato por aquel paseo desierto a la hora de la sobremesa hasta que apareció una cafetería.
¡Qué suerte! Por fin, un negocio abierto… ¡Y, milagro, había helados! Sólo cuatro sabores: vainilla, fresa, chocolate y, caprichosamente, melocotón. Nos miramos y, sin dudarlo, escogimos melocotón (Era el menos derretido).
Y no nos equivocamos… Todavía hoy recuerdo su aroma a melocotones frescos en medio de ninguna parte, y cuando veo caballos me viene su deliciosa textura al paladar, con verdadero sabor a fruta en época de cosecha.
Para cuando llegamos a Budapest ya era casi la hora de cenar, pero en la ducha yo seguía compartiendo las carcajadas de los únicos jinetes que encontré en la ‘puszta’.
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