La sal del Corpus: ‘¿Qué hago yo por el pueblo ucraniano?’
#UnaMañanaDeSol, episodio 7. El silencio de la lejanía de un conflicto que empieza a asumirse y a normalizarse frente al azul de los ojos de todas las Olesyas fuera de su tierra, y el amarillo de todo el grano del mundo que hoy es el hambre de un pueblo
#UnaMañanaDeSol y la sal de las alfombras del ‘Corpus’ brillando con los primeros rayos. Un hombre vestido totalmente de blanco, asomado al balcón del mundo, insta a todos y cada uno, y hasta el último de todos…
“¿Qué hago yo hoy por el pueblo ucraniano?” El silencio flota en el aire, soleado y mañanero, interrumpido en la línea del horizonte sólo por los olmos de sus siete colinas. Porque Roma se alza entre colinas, coronadas todas ellas por esos olmos serenos. Regios y mentirosos.
Sí, mentirosos. Porque no hay ciudad más ‘urbanita’ y caóticamente bulliciosa que Roma, aunque las anchas copas de estos frondosos árboles de tronco alto nos engañen, siempre.
El silencio de la lejanía de un conflicto que empieza a asumirse y a normalizarse, cuyas últimas noticias ya han quedado relegadas al espacio justamente anterior al del tiempo que hará cada día, avergüenza los rostros al cerrarse este interrogante.
Muchos aguantan el tirón y mantienen la escucha tan sólo porque se trata de él… De ese hombre vestido, todo él, de blanco, al que acuden a escuchar cada mañana de domingo porque les brinda una bendición.
Y es que recibir está siempre más a la mano cuando toca dar. La hilera de columnas cierra el paso a los que niegan la escucha sobre el suelo de San Pedro, como si éste mismo hubiera echado las llaves de tanto corazón cerrado.
“¿Qué hago yo hoy por el pueblo ucraniano?”… Y cada sílaba se cuela por los ‘sanpietrini’ de la calzada romana, derramada sobre las conciencias de quienes sólo han acudido a recibir.
“Que cada uno se responda a sí mismo en su propio corazón”, añade el hombre vestido de blanco, enervando su voz cansada. Sorda para muchos y ya cansina para otros tantos.
Una vez más, intenta hacerse oír por encima de las voces que hablan de más, ésas. Pero también más allá de las que, de cerca, enturbian su hacer y ensombrecen su pensamiento. No es fácil mantener ese blanco impoluto en sus ropas… Mucho menos bajo la cúpula que le cubre del sol.
A veces, se lo tapa sin más, todo él. Entonces, y sólo así, le toca recordar que hay colores que gritan. Son las voces del silencio, que cuesta oírlas en la bulliciosa Roma, llena de turistas y ajena a los refugiados.
El azul del cielo y el amarillo de los girasoles. El azul de los ojos de todas las Olesyas fuera de su tierra ucraniana, y el amarillo de todo el grano del mundo que hoy es el hambre de un pueblo, Ucrania.
Muchos comienzan a abandonar la Plaza de San Pedro. Después de todo, ya tienen su bendición sin otra pregunta que la del control de entrada y una religión de quita y pon.
Bajan por la Vía ‘della Conciliazione’, antes de que suenen las campanas a su espalda, sin otra reflexión que el sabor del helado de dos bolas por el mismo precio. Al fin y al cabo, Roma es ‘città aperta’ aunque cierre los ojos como las demás.
Las gaviotas que sobrevuelan el Vaticano comerán igual al final del ‘ángelus’ de domingo, pues rapiñan de los ruidosos turistas y no de los que callan. De los que viajan y no de los que huyen.
También ellas saben que Francisco no hablará hasta el próximo domingo y que, al otro lado del río Tíber, las lágrimas se perderán como la lluvia en sus aguas. Sin más color que el de la moda italiana.
Pero una pregunta sigue dando la vuelta alrededor de las columnas de San Pedro empujada, sin duda, por el aliento de los ángeles que cuidan de los que huyen. “¿Qué hago yo hoy por el pueblo ucraniano?”… Porque Roma y Kiev, en efecto, tienen la misma luna. Slava Ucraini.