Giza me sostuvo en la eternidad unos segundos y Aicha me trajo de vuelta
Memorias de nuestros viajes, episodio 12. La autora accede por el túnel de los ladrones hacia la cámara funeraria de Keops y, en ese instante, su corazón se para creyendo que profanaba el descanso del faraón. En realidad, estaba sintiendo la eternidad
De todo cuanto vi antes de #quedarmeEncasa… Tengo la certeza de que cuando viajamos, es nuestro corazón el que de verdad captura las imágenes, convirtiéndolas en los recuerdos más emotivos.
Y nuestra alma es la que, inevitablemente, sucumbe para siempre a este o aquel lugar.
Sin duda, por eso una puesta de sol nos parece la más bella sobre la faz de la tierra, o el brillo de la luna, el más intenso que jamás hayamos visto en toda nuestra vida… Hasta que algo vuelve a impresionarte del mismo modo, o no.
A veces, lo cotidiano de la vida de otros se convierte en lo extraordinario de la nuestra cuando estamos de viaje. Por eso me gusta ‘vagabundear’ allá adonde voy y salirme de las rutas de lo imprescindible a visitar.
Claro está que, en otras ocasiones, es esa normalidad la que se cuela en la foto. Y lo cambia todo. A veces, para siempre. Aunque esa normalidad se remonte a la de 2.600 años antes de Cristo.
A mí me sucedió en Egipto por dos veces. En el interior de la Gran Pirámide de Giza o Gizeh, lo imprescindible. Y en el río Nilo, su arteria más vital, lo cotidiano. Más concretamente, en el trayecto que va de Luxor a Aswan… En el mismísimo vientre de Egipto.

Pirámide de Giza, con uno de los camelleros que la rodean aparece diminuto junto a un complejo con 4.600 años de antigüedad. (Foto Turismo de Egipto).
Y es que Egipto es uno de esos destinos que, cuando lo visitas, no lo ves. Lo sientes. Nada ha vuelto a impresionarme por igual desde entonces.
La idea estaba clara desde antes de partir… ¡¿Quién no querría viajar al pasado desde el presente como si éste fuera, en realidad, el futuro?! Así es Egipto.
Poco importa que El Cairo sea una de las ciudades más caóticas que puedas imaginar, donde tropiezan constantemente sus más de 20 millones de habitantes. Respira humanidad por los cuatro costados, en su más amplia acepción.
Así que dejas de sorprenderte a la sexta ocasión, más o menos, en que te topas con un ciclomotor que transporta a una familia entera de cuatro o cinco miembros (Todos a la vez).
Pero lo mismo que ves a otro que lo conduce con una sola mano porque a sus pies lleva una ‘tonga’ de 40 guías de teléfono, pero que, así y todo, cambia de sentido sobre la mediana. Lo sé con exactitud porque las conté…
Tuve tiempo de hacerlo, ya que cruzar en El Cairo, por cualquier vía, es una de las cosas más difíciles que jamás harás en tu vida. Poco importa si está regulada por semáforo o si cuenta con paso de peatones.
Es una odisea, como cualquier movimiento por esta gran ciudad. Todo es un gran tumulto que, sin embargo, funciona. Ves todo pasar sin que nada pase… Es la gran paradoja. Sorprendente, de verdad.
Pero el reloj se para cuando llegas a la inmensa explanada de la necrópolis de las Pirámides. De repente, ese lugar con el que siempre soñaste en la distancia, se dibuja con todo su perfil a tus ojos.
Realmente, no puedes reaccionar cuando ves ante ti los 137 metros de altura de la Gran Pirámide de Giza, con sus seis millones de toneladas de peso y perfecta alineación de los 2.300.000 ladrillos que la forman hasta su pico.
¡Uff, tranquilidad. Te dejo los 20 segundos necesarios para que vuelvas a leerlo! Sí, es correcto. Impone y mucho. Ni siquiera escuchas ya a los camelleros que circulan alrededor intentando ‘engoarte’ con un paseo a camello.
A los camellos ni los miras, aunque escuches su fuertes ronquidos. Todo desaparece, sin más. Salvo las pirámides, claro. Estás, literalmente, en trance.
Y cuando te dicen que puedes entrar a la tumba del Faraón Keops (la mayor de las tres), a la Gran Pirámide de Giza… El corazón se te acelera de emoción, incredulidad y temor a partes iguales.
Accedes por el túnel de los ladrones, el hueco abierto desde el exterior por la infinidad de saqueadores en otros tiempos. Verdaderamente, te sientes como uno de ellos. Ladrón, pero del silencio y la soledad que alguien eligió para el fin de sus días.
Sin embargo, para qué negarlo, te adentras con toda tu voluntad de hacerlo y además, maravillado por la oportunidad que te brinda la historia y su túnel del tiempo.
Pero debo confesar que también estaba intimidada, y no por las decenas de películas vistas sobre las maldiciones que aguardan al que “viola el descanso eterno de un faraón”.
En verdad, tenías la extraña sensación de interrumpir algo, de haber tumbado el reloj de arena para que dejaran de caer los granos que hacen correr el tiempo.
Había algo en suspenso que flotaba en el aire. Y no se trataba de la falta de éste, a medida que ascendías con dificultad por la empinada y estrecha galería de nueve metros de alto, que conduce a la cámara mortuoria. En absoluto.
Creo que lo que estaba en suspenso era justamente la eternidad. De pronto, tu mente te jugaba una mala pasada ‘cuántica’ y tu propio cuerpo parecía cobrar otra dimensión.

Pirámide de Keops, en su interior, con el acceso de los ladrones que te lleva a la cámara funeraria del faraón. Un ascenso que corta la respiración. (Foto NJC).
De hecho, justo en el tramo final de esta fatigosa galería, cuando a la fuerza tienes que agacharte hasta el punto de que tu torso forma un ángulo recto perfecto con tus piernas… Yo dudé si continuar.
Extraña e inesperadamente, dudé. Fueron unos seis u ocho segundos, no más. Pero me detuve, suspendida también yo en el tiempo, o ésa fue mi sensación.
Es verdad que el calor aumenta y el oxígeno parece cobrar densidad. Pero no fue algo físico, sino mental. De eso estoy segura. Quizá, incluso espiritual…
Lo cierto es que, ante la pregunta de si quería darme la vuelta, no lo dudé. ¡Seguí adelante, claro!
Mentalmente interioricé un chasquido de dedos que hiciera reaccionar a mis sentidos más físicos y salí de aquel lapsus mental de la única manera posible. Esto es, agachándome hasta que mi torso formó un ángulo recto perfecto con mis piernas.
Y allí estábamos, al enderezarme y levantar la vista… En el interior de un prisma rectangular perfecto, todo de granito, construido en el interior de una gran pirámide de piedra caliza.

Keops, en la cámara funeraria, en la que solo queda el sarcófago de piedra tras siglos y siglos de saqueo. El mayor tesoro es llegar hasta él por el interior de la pirámide. (Foto NJC).
La milenaria cámara mortuoria de Keops, cuya entrada ya habías divisado al comienzo de la galería, desde más abajo, por un caprichoso juego de la perspectiva. Y pese a estar alineada exactamente sobre tu cabeza.
¿Éramos acaso presas de un extraño juego geométrico? ¿Cómo habían podido construir aquella habitación dentro de la pirámide y aquellos corredores que parecían vectores matemáticos?
El sarcófago está vacío (eso ya se sabe), pero deambulas por aquella cámara en la que tu cuerpo se siente como en el interior de una sauna, pero donde tu mente no parece apreciar dimensión alguna de sus ocho rincones…
Así que sonríes y das gracias porque tus pies caminan sobre las huellas de miles y millones antes que tú, sobre los pasos de una civilización tan sorprendente que te ha llevado hasta el país del río Nilo.
Y te vas, sin dejar de mirar atrás la silueta de las Pirámides, porque sientes que tu viaje está completo, porque sientes que jamás volverás a llegar tan lejos en el tiempo. Pero también porque me aguardaba el Nilo…
Sagrado para los egipcios, su río dador de vida, el propio historiador griego Herodoto dijo que “Egipto es un don del Nilo”. Y la verdad es que su vida entera pende de él, marca su calendario hasta en las más pequeñas cosas.

Falucas sobre el Nilo, una de las estampas más bellas de los grandes viajes. Herodoto decía: (Foto Turismo de Egipto).
De modo que pasear a solas por el mítico río, era algo inevitable, sin saber aún que sus aguas nos brindarían uno de los momentos más entrañables del viaje.
Las pequeñas ‘falucas’ salpican las aguas del Nilo de manera más que vistosa. Parece que alguien las ha hecho de papel y las ha puesto a navegar en fila con su amplia vela de color blanco.
Irresistible estampa, esperamos a la media tarde para embarcar, con el ánimo de disfrutar del atardecer en su propio cauce. Y claro está que no nos defraudó… Los colores de África son casi inigualables en el ocaso.
Sin embargo, antes de eso, fue un sonido y no la cálida luz, lo que nos conquistó. De pronto, se oyó un coro de voces disgregadas que cantaban lo mismo, pero a destiempo.
No sabías de dónde venían y el reflejo del sol en el agua no te dejaba ver. Pero sonaba bien, aunque cada uno llevase la estrofa a su tiempo. De pronto, observamos un chapoteo en el agua como si de una bandada de patos se tratara.
Se fueron disgregando y cada uno de ellos eligió una ‘faluca’, separándose unos 100 metros unos de otros. El que más lejos chapoteó fue el que se acercó a la nuestra, pues éramos los más distantes.
Ya más cerca, comprendimos de dónde venía aquel chapoteo que casi ahogaba la canción… Eran sus manitas las que agitaban el agua para avanzar desde dentro de su diminuto cascarón flotante. (Como mismo se nada con un ‘bugui’ para coger olas).
Unos enormes ojos negros se asomaron a nuestra barca en cuestión de segundos, el pelo mojado de tanto chapoteo y una amplia sonrisa blanca que tarareaba ¡Ay, Macarena!, mientras preguntaba: “¿españoles?”.
Le devolví la sonrisa, claro. Estos niños chapurreaban todos los idiomas para hacerse entender hasta por el ‘Maestro Yoda’ si hubiera hecho falta.
Nos cantó ‘la Macarena’ de ‘Los del Río’ porque era internacionalmente española, claro. Le pregunté su nombre… Se llamaba Khalid (inmortal o eterno, para los egipcios), y se agarró entonces de la cubierta de nuestra ‘faluca’ para descansar.
A juzgar por el tamaño de sus manos, no debía tener más de 7 u 8 años, pero ya era un superviviente que llevaba casi de todo dentro de aquella cáscara de nuez para vender. Yo le compré una cosa y le pedí que me regalara otra.
Pagué sin regateos lo que me pidió por un ‘rebab’ (estrecho violín egipcio de madera y piel, y sólo dos cuerdas, en las que se puede tocar cualquier melodía al rascarla con un pequeño arco curvado).
Y agradecí con una sonrisa empañada en lágrimas que me cantara ‘Aicha’… Aún la escucho (y la rasco en mi rebab).
(Para seguir leyendo)
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