‘El editor de libros’, brillante película
‘El editor de libros’, película imprescindible. “Una piedra, una hoja, una puerta ignota; de una piedra, una hoja, una puerta. Y de todas las caras olvidadas…”. Son las primeras palabras de la obra literaria ‘El ángel que nos mira’, de Thomas Wolfe.
Y son las primeras que leyó quien se convertiría en su editor, Max Perkins. Regresaba a su casa en el tren de cercanías y esbozó una sonrisa. A pesar de la inconmensurable tarea que se disponía a asumir, dado el grosor del manuscrito, esbozó una sonrisa.
La memoria de Wolfe era fotográfica, con lo que tendía a describir todos los detalles de absolutamente todo. Paisaje y sus sonidos, personajes y sus conversaciones. Pero sin artificios, sin que nada (o casi nada) sobrara.
La escritura era para él como la misma sangre que fluía por sus venas, así que no cabía renuncia. Y su prosa era tan descriptiva que casi borraba toda frontera con la poesía.
Sus argumentos se basaban en su vida, en buena medida, porque “toda obra seria de ficción es autobiográfica”, como él mismo decía.
“Desnudos y solos llegamos al desierto. En su oscuro seno, no conocimos el rostro de nuestra madre; desde la prisión de su carne, vinimos a la prisión indecible e inexplicable de este mundo.
¿Quién de nosotros conoció a su hermano? ¿Quién de nosotros observó el corazón de su padre? ¿Quién de nosotros no estuvo siempre prisionero? ¿Quién de nosotros no será siempre un extranjero solitario?…”
En realidad, quién no ha querido huir alguna vez del pasado…quién no querría escribirlo para así salir a flote. Todos, me atrevo a decir. La película ‘El editor de libros’ es en sí misma un lujo narrativo, digno del propio Thomas Wolfe.
Recomendable 100%, sólo apetece volver a verla cuando se encienden las luces de la sala. Es justamente como ese libro con el que entristece llegar a la última página por cuanto ha gustado.
Desde la primera escena (como con una primera página), ya sabes que estás ante algo bueno. Manhattan se ve gris y los hombres de traje, pero chaquetas ya raídas, guardan la misma cola que aquellos que nunca vistieron americana. Es tan larga que da la vuelta a la esquina. Hay alguien que observa mientras espera, pero no esa realidad que ya conoce.
Sus pisadas son bruscas, fuertes, sin reparar siquiera en que sus pies chapotean en un charco. Fuma nervioso mientras aguarda pero, en realidad, su mirada se dirige hacia las ventanas de la editorial Charles Scribner’Sons de Nueva York (editores desde 1846), concretamente, a la de su lector jefe Maxwell E. Perkins.
La desmesurada, exhaustiva, narrativa de Wolfe será sólo un mero escollo en el camino de quien se convertirá en uno de los mejores prosistas de su generación. Porque Thomas Wolfe es un hombre que deambula por la vida sin rumbo fijo, bebiéndosela hasta el último trago, pero con la escritura como único destino fijo.
‘El ángel que nos mira’ se publicará en 1929 con la ayuda de Maxwell Perkins, el más prestigioso editor de la época. Y Wolfe entregará entonces su vida a la literatura. Redactará centenares de folios que luego serán nuevamente condensados con la ayuda de ‘Max’.
El resultado será su segunda gran novela y estará dedicada al ya su amigo Max Perkins. ‘Del tiempo y el río’ (1935) es vitalista pese a su análisis de la soledad y el desamparo. De la fugacidad de la vida, aún dedicada a la creación (sobre todo, la dedicada a la creación), y la sombra de la muerte. Siempre ahí, aún la diversidad ilimitada de los Estados Unidos.
“Los trenes son como el tiempo. Y el espacio es la manera en que los hombres pudimos dominar al tiempo”, decía Wolfe.
Toda la vida entera a través de sus aromas, sus colores, sus sonidos o su tacto. ¿De qué sirve la contención ante la intensidad de la vida, ante su fugacidad?. Sobre todo ésta última, parece preguntarse Wolfe…
Y entretanto, ese exilio auto-inflingido a su propio espíritu tan atormentado como sediento. El dibujo de los desterrados hijos de una América perdida…Wolfe camina con paso firme por la América hambrienta de la Gran depresión.
Pero con un corazón roto que salpica de tinta los charcos de ese Nueva York del Crack del 29, donde las grises colas de más gente gris dibujan de pobreza cualquier esquina. En esa gran capital de la modernidad más ‘urbanita‘.
Obsesionado por el tiempo, le preocupa la cronología de hasta las más pequeñas cosas. ¿Sabría acaso que le estaba reservado poco? Fue coetáneo de Scott Fitzgerald y Hemingway. Murió cuando iba a cumplir los 38. “Una miríada de tumores’ en el cerebro, diría el médico a Perkins (tuberculosis cerebral).
Voraz y desmedido, ama escribir por encima de todo y de todos (una media de 5.000 palabras al día). Wolfe es es el resultado del dolor y del goce de la creación. Pura pasión.
Y tras la muerte del amigo, no el escritor, al leer la carta escrita en su lecho de muerte y remitida a la dirección de la editorial, se abre al fin un gran ventanal a la vida para Perkins. Y el editor de libros, de genios, se quita el sombrero. Al fin.
‘El editor de libros’, en los multicines Monopol es nuestra #TM (Tendencia Meridian).
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