Christian, el acordeonista de Venecia que alimenta los sueños
#AguardoElDía, episodio 15. La autora entabla amistad con uno de los músicos más pintorescos del Castello veneciano, guardián de las notas más italianas jamás escuchadas en el Arsenal y Garibaldi. Apreciarlo acuna el espíritu
#AguardoElDía desde aquella sonrisa, aún sin saber su nombre. Como si este lunes al sol fuera, en realidad, eternamente domingo. Después de todo, yo seguía callejeando por Venecia sólo porque Coccolone maullaba mi itinerario.
También él parecía tener buen oído… De manera que, en vez de seguirlo, Coccolone y yo acabamos paseando juntos, mirándonos a los ojos. Con esa curiosidad en la mirada, cómplice, que nos llevaba a preguntarnos de dónde venía aquella música.
La manera en que sus dedos pasaban de ‘La vie en rose’ al repertorio, casi al completo, de Ennio Morricone. De ‘La Muerte tenía un precio’ a ‘Cinema paradiso’ sin olvidarse, por supuesto, de ‘El Padrino’… Era magistral.
Alto y corpulento, hasta el punto que parecía que el acordeón formaba parte de su caja torácica, con la naturalidad de quien lleva unos tirantes. Y como si aquel reluciente instrumento, realmente, no pesara nada.

Venecia con uno de los habituales atascos de góndolas en los canales más transitados por el turismo. (Foto E21).
De tez morena y peinado de otra época. El pelo algo largo y hacia atrás, casi lucía recién salido de la época gloriosa del festival de San Remo. Una vez abandonado el blanco y negro, claro.
Sin embargo, su estilo en el vestir me recordaba más a la versión del ‘Volare, volare’ de los Gipsy King. Y su alegría, su chispa, pues también. Era como si llevara el diapasón del acordeón en el mismísimo corazón.
Y en la sangre, toda la música del mundo (incluso la que quedase aún por componer).
Enamorada del acordeón, la concertina y el bandoneón (y hasta la armónica), desde niña… Nunca he podido resistirme a la magia de su sonido, que siendo de viento, tiene teclas. Y que parece llorar todo el amor de este mundo hasta morir de puro despecho, sin dejar secarse ni una sola lágrima.
Y que a mí me lleva lo mismo a las escalinatas de la Basílica del Sagrado Corazón en París, que al bar de mostradores altos de mi abuelo, donde sólo se escuchaba a Carlos Gardel.
Creo que fue allí mismo donde ya empecé a soñar, tan pronto. Mi alma ‘tangueó’ así de precoz y garabateó, sobre el papel, Buenos Aires como puerto de destino.

Parada de góndolas en las horas mágicas y silenciosas de la noche veneciana, junto al puente de los Suspiros, con la autora. (Foto E21).
Argentina como un lugar en el cielo y su música, la de un acordeón. Pero ésa es otra historia (con sabor a dulce de leche).
Lo cierto es que a Coccolone también parecía gustarle y, sin retornar a la calle Garibaldi, nos detuvimos ante el discreto canal del ‘Arsenale’ para calentarnos al sol. Pero, sobre todo, para escucharlo a él.
Sentado en el único banco de aquella orilla sin salida (salvo la navegable), y bajo la sombra de un árbol de otra época. De ésos que parecen llevar allí toda la vida sólo para retratar los mejores momentos de la vida de centenares, generación tras generación.
Tocaba el acordeón sin prestar atención a si le ponían monedas o no. Trabajaba a tiempo completo y sentía cada acorde de dedicación a la música… Así lo mostraba su rostro, que parecía llegar mucho más allá del Gran Canal.
Sentí mariposas en la barriga cuando sonó el tema de amor de Alfredo, el del final de ‘Cinema Paradiso’, y crucé el puente para que el acordeonista no viera asomar mis lágrimas en una mañana tan linda.

Puesta de sol, casi mística, posada sobre la cúpula de Santa María de la Salud, en la Gran Laguna. (Foto E21).
Pero al llegar al otro lado, me asomé a las aguas y me sonrió cambiando el tema… Volví a cruzar el puente en cuanto reconocí los primeros acordes de ‘El Padrino’. Y sin secarme las mejillas, le dije que me encantaba y que ése era el tema favorito de mi padre.
Nos sentamos juntos en el mismo banco con el tiempo detenido y nos dijimos los nombres. También él sabía de los rincones secretos de Venecia y de sus silencios. Y de cuál era la leche que alimentaba los sueños.
Coccolone no llegó a cruzar el puente al escuchar la música de Alfredo y Totó. Se mantuvo junto a él todo el tiempo, pues se echó a sus pies nada más hallar el ‘Paradiso’.
Nos cruzamos con él todos los días, a diferentes horas y siempre sin salir de nuestro ‘sestiere’ del Castello. Estaba claro que nos movíamos por el mismo barrio, tras los mismos pasos.
Por cierto, Christian tocó ‘El Padrino’ todas las veces que me vio pasar. Y yo aún sigo sonriendo al pronunciar su nombre.
Para seguir leyendo
Episodio 1. Maracuyá con yogur de Florencia al Antico Caffé de Vegueta.
Episodio 2. Trentemoult, a sólo 10 minutos de Julio Verne.
Episodio 3. Bayona y la playa de ‘La Barra’cambian la rotación de la tierra.
Episodio 4. Biarritz me regaló la espuma del mar.
Episodio 5. Lyon te zambulle en una piscina de bolas.
Episodio 6. Asakusa, donde curas el presente y aceptas el pasado.
Episodio 7. Sumo japonés, la lucha de colosos que todo lo purifica.
Episodio 8. Kyoto, la ciudad que jamás olvidarás.
Episodio 9. ¿Quién se atreve con las mil puertas ‘torii’ de color naranja de Kyoto?
Episodio 10. Isabel II y Paddington, lo que asoma a los ojos de la gente.
Episodio 11. ‘Shaná Tová’, granadas, manzana, miel y ‘shofar’ en el año nuevo judío.
Episodio 12. Río, la balada ‘mais linda’ del mundo.
Episodio 13. ‘Coccolone’, el gato gris que se coló por mi ventana de Venecia.
Episodio 14. Corto Maltés, el marinero de corazón veneciano que siempre deja rastro.