Bruselas y las siete calles que conducen a la Gran Plaza
#DesdeMiVentanaVerde, episodio 7. La autora descubre, al fin, que el origen medieval de la capital belga delata los siete pasos de la alquimia para obtener el secreto de la piedra filosofal. Y es que en su centro cualquier cosa le pareció posible
#DesdeMiVentanaVerde casi dejo pasar el lunes por echar de menos el sol, casi como ejercicio de resistencia. Acaso añore que no haya día sin rebelión. El ‘quilombo’ en que se convirtió la mañana, que dirían lo argentinos, amenazaba con silenciarlo todo.
Pero del París entero en una foto y del viaje, también entero, en una vereda común… Me llegó la ‘maresía’, toda ella, hasta el mismísimo marco de mi ventana.
Ya sabes, ese aire cargado de olor a mar que, a veces aquí en Canarias, se percibe hasta tierra adentro, aún tomando distancia desde la orilla y zonas cercanas a ella. Se diría que, a veces, el mar no se para en ella y borra su línea.
Quizá, incluso se ensanche en el imaginario de una isla cuando el mismo aire se carga saciado de su humedad. Quizá, sea el propio ansia de zarpar el que desdibuja el trazo certero de su huella.
Sólo entonces, mi memoria toma rumbo otra vez. Y al soplar del viento, regresé. Dejé toda orilla atrás y fui ola. La brisa en la mirada me hizo entornar los ojos, aunque mis pasos fueran ya sobre asfalto contra la arena.

Terrazas al atardecer estival en uno de los rincones de la Gran Plaza, con la gente tumbada sobre el suelo.
Las nubes del sur parecían acompañarme cuando llegué a Bruselas y dictaban qué hacer. Hubiera deseado entonces tener una de aquellas galletas de Alicia que portaban un letrero que decía “cómeme”, para así cambiar el cielo.
(Ojalá pudiera mutarlo también ahora, sobre todo, ahí tan cerca en el corazón de Europa, donde han dejado de verlo cuando miran hacia arriba).
Lo cierto es que tuve que elegir una de las siete. Sí, siete son las calles que conducen a la ‘Grand Place’ de la capital belga (Dicen que así es porque su origen medieval delata los siete pasos de la alquimia para obtener el secreto de la piedra filosofal).
Yo no buscaba tal secreto, la verdad, pero debo confesar que en su mismo centro cualquier cosa me pareció posible… Hasta pensé si el gato que se me cruzó en el último adoquín no era, en realidad, el ‘Gato de Cheshire’.
(Aquel a rayas malvas con el que se podía mantener conversaciones filosóficas mientras desaparece gradualmente… Hasta que sólo quedaba su enorme sonrisa suspendida en el aire frente a Alicia).
No era pues de extrañar lo que de ella se decía, que su estampa era la única capaz de hacer desistir al turista japonés del ‘modo foto’ y obligarlo a mirarla directamente. Bella y majestuosa.
Pero aquel gato atigrado tampoco se movió de la baldosa contigua a la mía. Diría que hasta me sonrió y, como si hubiera salido de un rincón habanero, juraría que les escuché decir…
“Que paren el mundo hoy que yo ya no puedo más, que tengo huecos que tapar, que paren el mundo hoy que me decidí a bajar”. Tras lo cual, no me quedó otra que ofrecerle un bombón de chocolate belga. (Cómplice maullador de un mismo deseo).
Para seguir leyendo
Episodio 1. Gueto judío de Venecia, en el verde de la memoria.
Episodio 2. Sátira de la Crucifixión más allá de la plaza San Marcos.
Episodio 3. ‘Ponte Vecchio’, murmullo de voces y sueños.
Episodio 4. Plaza de San Pedro, inmaculada pero descarnada.
Episodio 5. Los olmos del Gianocolo de Roma se inclinaron aquel día.
Episodio 6. Bosque de Bolonia, raviolis preparados en pareja.